domingo, 14 de junio de 2009

Leyenda del Príncipe Ahmed al Kamel o el Peregrino del amor


Al día siguiente despojose el príncipe de sus vestiduras y disfrazose con el humilde traje de un árabe del desierto, tiñéndose el cuerpo de un color moreno; tanto, que nadie podría reconocer en él al arrogante guerrero que había causado tanta admiración y espanto en el torneo. Báculo en mano, zurrón al hombro y una pequeña flauta pastoril, encaminose hacia Toledo, presentándose en la puerta del palacio real y haciéndose anunciar como aspirante al premio ofrecido por la curación de la princesa. Pretendieron los guardias arrojarle a palos, y le decían:


-¿Qué pretende hacer un árabe miserable en un asunto en que los más sabios del país han perdido las esperanzas?


Apercibiose el rey del alboroto, y dio orden de que condujesen al árabe a su presencia.


-¡Poderosísimo rey! -dijo Ahmed-. Tenéis ante vuestra presencia a un árabe beduino que ha pasado la mayor parte de su vida en las soledades del desierto, las cuales, como es sabido, son las guaridas de los demonios y espíritus malignos que nos atormentan a los pobres pastores en las solitarias veladas, apoderándose de nuestros rebaños y llegando a enfurecer algunas veces hasta a los sufridos camellos. Contra estos maleficios tenemos un antídoto: la música; existiendo ciertas legendarias melodías que se vienen heredando de padres a hijos y generación en generación, las que cantamos y tocamos para ahuyentar estos malévolos espíritus. Yo pertenezco a una familia inspirada y tengo esta virtud en su mayor grado. Si por casualidad vuestra hija estuviese poseída de alguna influencia maligna de esta clase, respondo con mi cabeza de que ella quedará libre completamente.


El rey, que era hombre de buen entendimiento y que sabía que los árabes conocían maravillosos secretos, recobró la esperanza al oír el confiado lenguaje del príncipe, por lo cual le condujo inmediatamente a la elevada torre guardada por varias puertas, y en cuya habitación superior estaba el departamento de la princesa. Las ventanas daban a un terrado con balaustradas que dejaban ver el panorama de Toledo y los campos circunvecinos. Estaban aquéllas entornadas, hallándose la princesa postrada en cama en el interior, presa de una pena devoradora y rehusando toda clase de remedios.


(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washington Irving