-¡Maravilloso joven! -exclamó-. Tú serás en adelante el primer médico de mi corte, y no tomaré ya otras medicinas que tu dulce melodía. Por lo pronto, recibe tu premio, la joya más preciada de mi tesoro.
-¡Oh rey! -respondió Ahmed-. Nada me importa el oro ni la plata ni las piedras preciosas. Una antigualla tienes en tu tesorería procedente de los moros que antes vivían en Toledo, y que consiste en un cofre de sándalo que contiene una alfombra de seda; dame, pues, ese cofre, y con eso sólo me contento.
Quedaron sorprendidos todos los que se hallaban presentes ante la moderación del árabe, y mucho más cuando llevaron el cofre de sándalo y sacaron la alfombra, que era de hermosa seda verde, cubierta de caracteres hebreos y caldaicos. Los médicos de la corte se miraban mutuamente, encogiéndose de hombros y mofándose de la simpleza de este nuevo practicante que se contentaba con tan mezquinos honorarios.
-Esta alfombra -dijo el príncipe- cubrió en otros tiempos el trono del sabio Salomón, siendo digna, por lo tanto, de ser colocada a los pies de la hermosura.
Y esto diciendo, la extendió en el terrado, debajo de una otomana que habían llevado para la princesa, y sentándose él después a sus pies.
-¿Quién -exclamó- podrá oponerse a lo que hay escrito en el libro del destino? He aquí cumplidas las predicciones de los astrólogos. Sabed, ¡oh rey!, que vuestra hija y yo nos hemos amado en secreto durante mucho tiempo. ¡Ved, pues, en mí, al Peregrino de Amor!
No bien hubieron brotado estas palabras de sus labios, cuando la alfombra se elevó por los aires, llevándose al príncipe y a la princesa. El rey y los médicos se quedaron pasmados, contemplándolos fijamente hasta que ya no se vio más que un pequeño punto negro destacándose sobre el fondo blanco de una nube, y desapareciendo, por último, en la bóveda azul del firmamento.
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washington Irving