domingo, 21 de junio de 2009

Oscar Wilde y lord Alfred Douglas


Si el sexo con las mujeres le parecía sucio, el amor virir encerraba para Oscar toda la hermosura, toda la espiritualidad y la trascendencia. Porque Wilde, al contrario de lo que su fama e incluso él mismo sostenían, era un hombre tremendamente trascendente, casi un místico. En apariencia, Wilde exaltaba lo trivial, pero luego erade una rara profundidad. Fue el profeta del esteticismo, pero bajo la estética para él se enroscaba la ética. Como muchos otros intelectuales de fin de siglo, Oscar había descubierto que el Bien y el Mal no eran lo que la ortodoxia dictaminaba; por eso, en sus epigramas, en sus obras teatrales, hay una constante denuncia de la hipocresía social y un alineamiento conlas víctimas. La grandeza de Wilde radica en que en él siempre se percibe esa sorda palpitación por entender lo humano.


Para sus contemporáneos, y durante muchos años, fue simplemente un fantasmón. Era un conversador maravilloso e ingeniosísimo, y gracias a eso, y al movimiento esteticista, ridiculizado por todo el mundo, se hizo famoso (o más bien notorio) siendo aún muy joven. Se hablaba de las ropas de Wilde (bombachos de terciopelo, medias de seda negra, zapatillas de baile de charol, abrigos ribeteados de nutria), de sus desplantes y sus frases provocativas. Con los años, sin embargo, su talento fue abriéndose paso irremediablemente, pese al odio que los bienpensantes le tenían. Se hzo famoso en Francia, en donde se identificó con el decadentismo; y, a partir de 1891, estrenó en Londres cuatro obras de teatro con progresivo éxito, hasta llegar el triunfo total de su última comedia, La importancia de llamarse Ernesto. Esta obra fue estrenada en febrero con fabulosas críticas; tres meses después, Wilde entraba en la cárcel.


(Continuará) Texto de Rosa Montero, de un artículo publicado en "El País Dominical" en 1998.