Todo había empezado en 1891: fue entonces cuando Oscar conoció a lord Alfred Douglas. Bosie, como todos le llamaban, tenía 21 años; Wilde 37. Douglas era lacio, lánguido, egoísta, vanidoso, frívolo, violento, malvado. También era rubio y con grandes ojazos azules, pero, a juzgar por las fotos del estupendo libro ilustrado de Juliet Gardiner, no valía gran cosa. Posa, en los retratos, con una triste cara de mártir virginal, a lo Juana de Arco, todo él ansioso de heroicidad, sobre todo si el tormento se lo aplican a otro: como así fue. No valía ni el polvo de los zapatos de Oscar, pero ¿qué importa? El amor no es más que la voluntad de amar. Y la voluntad de Wilde era conmovedora, trágica, total.
Para 1892, Wilde estaba atrapado: "Bosie se asemeja mucho a un narciso, tan blanco y dorado... Yace en el sofá como un jacinto, y yo le adoro". El angelical Bosie, sin embargo, era un narciso de escasa pureza; fue él quien metió a Wilde en un mundo de prostitutos, chantijistas y jóvenes lumpen. Oscar, pese a toda su capacidad de escandalizar y su decadentismo, era en realidad un inocente, una especie de niño descomunal. Tenía el corazón tierno y el alma cándida, lo que le convertía en la víctima perfecta para un perverso. Y Bosie lo era: "Tu defecto no es saber tan poco de la vida", le reprochó Oscar a Douglas, "sino saber tanto".
(Continuará) Texto de Rosa Montero, de un artículo publicado en "El País Dominical" en 1998.