miércoles, 24 de junio de 2009

Oscar Wilde y lord Alfred Douglas


Que la demanda era un error lo sabía desde el primer momento todo el mundo. Los amigos de Oscar le aconsejaron que huyera a Francia, y Bosie se enfrentó a ellos, amarillo de rabia; no quería que Wilde se marchase. Como era de temer, en el juicio empezaron a salir todos los detalles íntimos: cartas tórridas, contactos con muchachos, dudosas estancias en hoteles. El 5 de abril de 1895, el jurado decidió que Queensberry era inocente: la sala prorrumpió en una ovación. Esa misma tarde, Wilde fue detenido e ingresado en prisión: iba a ser juzgado por conducta indecente.


Todos los amigos de Oscar salieron corriendo para Francia; su casa fue embargada; sus libros desaparecieron de las librerías; su nombre fue borrado del teatro en donde se representaba La importancia de llamarse Ernesto; su mujer cambió su apellido y el de sus hijos (a los que Wilde no volvió a ver jamás), aunque acabó perdonando a Oscar e incluso le pasó una pensión vitalicia. En dos meses, en fin, se celebraron dos juicios contra Wilde: infames, sórdidos, espantosos. Pasaron por el estrado los chulos, los chantajistas, las camareras de los hoteles que daban fe de las extrañas manchas de las sábanas. "Es el peor caso que he tenido que juzgar en mi vida", dijo el terrible juez Wills, y se lamentó de no poder aplicar una pena mayor. Sentenció a Wilde a dos años de trabajos forzados. Y todo esto sólo por ser homosexual.


Por entonces, antes de la reforma penitenciaria, las cárceles inglesas eran absolutamente infrahumanas; un hombre de la extrema sensibilidad de Wilde, al que la belleza hacía llorar, estaba abocado a la destrucción en ese medio. Su celda medía cuatro metros por dos y medio, y en ella pasaba, en total soledad, 23 horas al día. Dormía en una tabla sin colchón sobre el suelo; no disponía de libros ni de papel para escribir. Tenía prohibido hablar con los otros presos, y durante tres meses le mantuvieron incomunicado, sin visitas ni cartas. Hubo un traslado de una prisión a otra; durante media hora le mantuvieron de pie en el andén de una estación, bajo la lluvia, esposado, vestido de presidiario, mientras a su alrededor se arremolinaba la gente y se reía de él: "Después de aquel incidente, lloré cada día durante un año entero". Así se fue cumpliendo, día a día, el atroz proceso de demolición de un hombre: "Nunca había podido imaginar una crueldad semejante". Su madre murió mientras él estaba en la cárcel.


(Continuará) Texto de Rosa Montero, artículo publicado en "El País Dominical" en 1998.