
Como los amantes ponen por obra prontamente sus planes de amor, el príncipe reunió sus alhajas y las escondió entre sus vestidos, destinándolas para los gastos del viaje, y aquella misma noche se descolgó con su ceñidor por el ajimez de la torre, escalando las murallas exteriores del Generalife, y salvó las montañas antes del amanecer, guiado por el búho.
-Si valiese mi parecer -le dijo el búho-, yo os recomendaría que marchásemos a Sevilla, pues habéis de saber que fui allí a visitar, hace ya de esto muchos años, a un búho tío mío, que gozaba de gran dignidad y poderío, el cual habitaba en un ángulo arruinado del Alcázar en aquella ciudad. En mis salidas nocturnas a la población observé con frecuencia una luz que brillaba en una solitaria torre. Poseme entonces sobre el adarve y vi que procedía de la lámpara de un mago árabe a quien vi rodeado de sus libros mágicos, sosteniendo en el hombro a un viejo cuervo, su favorito, que había traído consigo del Egipto. Tengo relaciones con ese cuervo y a él le debo gran parte de la ciencia que poseo. El mago murió mucho después; pero el cuervo habita todavía en la torre, pues sabido es que esas aves gozan de larga vida. Yo os aconsejo, ¡oh príncipe!, que busquemos al cuervo, porque es un gran zahorí y hechicero y conoce perfectamente la magia negra, por la que son tan renombrados todos los cuervos, especialmente los de Egipto.
Quedó el príncipe maravillado de la sabiduría que encerraba este consejo, y tomó, por lo tanto, la dirección hacia Sevilla. Caminaba solamente de noche, para complacer a su compañero, descansando de día en alguna tenebrosa caverna o desmantelada torre, pues el búho conocía todos los escondrijos y guaridas, y tenía verdadera pasión de anticuario por las ruinas.
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washintong Irving