Sentose el príncipe en el terrado y tocó en su flauta pastoril varios aires árabes que había aprendido de sus servidores en el Generalife de Granada. La princesa permaneció insensible, y los médicos que había presentes empezaron a mover la cabeza y a sonreír con aire de incredulidad y desprecio, hasta que el príncipe dejó a un lado la flauta y se puso a cantar los versos amorosos de la carta en la que le había declarado su pasión.
La princesa reconoció la canción, y una súbita alegría se apoderó de su alma; levantó la cabeza y púsose a escuchar, al mismo tiempo que las lágrimas le afluían a los ojos y se deslizaban por sus mejillas, palpitando su seno dulcemente emocionado. Hubiera querido preguntar quién era el cantor y que le hubiesen llevado a su presencia; pero la natural timidez de la doncella le hizo permanecer en silencio. Adivinó el rey sus deseos y ordenó que condujesen a Ahmed a su habitación. Los amantes obraron con discreción, limitándose a cambiarse furtivas miradas, aunque aquéllas expresaban más que todas las conversaciones. Nunca triunfó el poder de la música de un modo más completo; reapareció el color sonrosado en las mejillas de la princesa, volvió la frescura a sus labios de carmín, y la mirada viva y penetrante a sus lánguidos ojos.
Mirábanse con asombro los médicos que se hallaban presentes, y el mismo rey contemplaba al árabe cantor con gran admiración mezclada de respeto.
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washington Irving