jueves, 11 de junio de 2009

Leyenda del Príncipe Ahmed al Kamel o el Peregrino del amor


Cuando Ahmed quiso inscribirse en las listas del torneo encontrose con que estaban cerradas para él, pues, según le dijeron, nadie más que los príncipes podían ser admitidos a tomar parte en él. Declaró entonces su nombre y su linaje; pero esto vino a empeorar su situación, pues siendo musulmán no podía aspirar a la mano de la princesa cristiana, objeto de este torneo.


Los príncipes competidores le rodearon con aire arrogante y amenazador, y hasta uno de ellos, de insolentes maneras y cuerpo hercúleo, pretendió burlarse de su sobrenombre de «Peregrino de Amor». Encendiose súbitamente de ira nuestro príncipe, y desafió a su rival a que midiese sus armas con él. Tomaron distancia, dieron media vuelta y cargaron el uno sobre el otro; pero no hizo más que tocar la lanza mágica al hercúleo bufón cuando fue botado inmediatamente de la silla. Hubiérase contentado el príncipe con esto, mas, ¡ay!, tenía que habérselas con un caballo y una armadura endiabladas, pues una vez entrado ya en lucha no habría fuerza humana capaz de sujetarlos. El caballo árabe empezó a derribar caballeros en lo más recio de la pelea; la lanza echaba por tierra todo lo que se ponía delante; el gentil príncipe era llevado involuntariamente por el campo, que quedó sembrado de grandes y pequeños, mientras él se dolía interiormente de sus involuntarias proezas. Bramaba y rabiaba el rey al ver el atropello cometido en las personas de sus vasallos y huéspedes, y mandó salir al momento a sus guardias; pero éstos quedaron desmontados en un decir amén. El monarca mismo arrojó su vestidura real, y embrazando escudo y lanza salió al campo, creyendo infundir miedo al extranjero ante la majestad real; pero, ¡ay!, la majestad real no lo pasó mejor que los demás, pues el caballo y la lanza no respetaban categorías ni dignidades, creciendo de punto el espanto de Ahmed cuando se sintió impelido, lanza en ristre, contra el mismo rey, que en un instante empezó a dar volteretas en el aire mientras su corona rodaba por el polvo.


En este mismo momento el sol tocó al meridiano; el encanto mágico cesó en su poder, por lo cual el corcel árabe se lanzó por el llano, saltó la barrera, se arrojó al Tajo, atravesando a nado su impetuosa corriente, llevando al príncipe casi sin alientos y aterrorizado a la caverna, y, tomando otra vez su posición primitiva, quedó inmóvil como una estatua junto a la mesa de hierro. Desmontose el príncipe con alegría y despojose de la armadura, dejándola de nuevo en su sitio para que cumpliese los decretos del destino. Sentose después en la caverna, meditando por algún tiempo en el desesperado estado a que el caballo y la diabólica armadura le habían reducido. ¿Cómo había de atreverse en lo sucesivo a presentarse en Toledo después de haber ocasionado tal baldón a sus caballeros y tal ultraje a su rey? ¿Qué pensaría también la princesa sobre un acto tan salvaje como grosero? Sumido en este mar de confusiones, se resolvió a enviar a sus alígeros compañeros a que recogiesen noticias. El papagayo voló por todos los sitios públicos y calles más frecuentadas de la ciudad, y pronto volvió con gran provisión de chismes. Contó que todo Toledo estaba consternado; que la princesa había sido llevada al palacio desmayada; que el torneo había concluido en revuelta confusión; que todo el mundo hablaba de la repentina aparición, prodigiosas hazañas y extraña desaparición de un caballero musulmán. Unos decían que era un nigromántico moro; otros, que un demonio en forma humana, y otros relataban tradiciones de guerreros encantados ocultos en las cavernas de las montañas, y pensaban que sería alguno de éstos que habría hecho una salida intempestiva desde su guarida. Todos, empero, convenían en que ningún mortal podía haber llevado a cabo tantas maravillas, ni haber derribado por tierra a tan perfectos y bizarros caballeros cristianos.


(Continuará) De "Cuentos de la Alhambra" de Washington Irving