
Viajaban más despacio de lo que deseaba la impaciencia del príncipe, pues el papagayo estaba acostumbrado a la vida aristocrática y no gustaba de madrugar. El búho, por el contrario, quería dormir al mediodía, perdiendo todos mucho tiempo a causa de sus prolongadas siestas. Hacíase también pesado con su afición a las antigüedades, pues se empeñaba en detenerse a visitar las ruinas que encontraban, contando largas tradiciones y legendarias historias en cada torre o castillo antiquísimo del país. El príncipe se creyó que el papagayo y el búho se harían grandes amigos por ser dos pájaros ilustrados; pero se equivocó solemnemente, pues mientras que el uno era bromista, el otro era filósofo, lo que hacía que estuviesen siempre en un perpetuo altercado. El papagayo recitaba versos, criticaba poesías y hablaba elocuentemente sobre algunos puntos de erudición, mientras que el búho consideraba todo como una fruslería, no deleitándose más que en las cuestiones metafísicas. Entonces se ponía el papagayo a cantar diferentes canciones y a ensartar dicharachos, embromando así a su grave camarada y riéndose desaforadamente de sus propias burlas; cuyo proceder tomaba el búho por un ataque a su dignidad, por lo que ponía mala cara, gruñía y se exaltaba, no volviendo a hablar en todo lo que le quedaba de día.
No se cuidaba el príncipe de la desunión que había entre sus compañeros, pues estaba abstraído con los ensueños de su fantasía y con la contemplación del retrato de la hermosa princesa. Así atravesaron los áridos pasos de Sierra Morena y los calurosos llanos de la Mancha y de Castilla, siguiendo las riberas del dorado Tajo, cuyo curso atraviesa media España y Portugal. Al fin divisaron una ciudad fortificada con murallas construidas en un pedregoso promontorio, cuyos pies bañaban las olas del impetuoso Tajo.
-¡Ved -exclamó el búho- la antigua y renombrada ciudad de Toledo, famosa por sus antigüedades! Mirad aquellas cúpulas y torres veneradas ostentando su imponente grandeza, y donde casi todos mis antecesores se entregaban a sus meditaciones.
-¡Quita allá! -gritó el papagayo interrumpiendo su solemne entusiasmo de anticuario-. ¿Qué tenemos que ver nosotros con las antigüedades, con las leyendas ni con vuestros antecesores? Lo que nos importa en este momento es mirar la mansión de la juventud y de la belleza. Contemplad, ¡oh príncipe!, la morada de la princesa que buscáis.
Dirigió su vista el príncipe hacia donde le indicaba el papagayo, y vio un suntuoso palacio edificado entre los árboles de un amenísimo jardín, en una deliciosa pradera a orillas del Tajo. Era aquél, en verdad, el mismo lugar que le describió el palomo al informarle en dónde se hallaba el original del retrato. Quedose fijo mirándolo, mientras su corazón latía emocionado. «¡Quizá en este mismo momento -pensó- la hermosa princesa estará solazándose bajo aquellos frondosos árboles, o paseándose mesuradamente por los elevados terrados, o acaso descansando dentro de aquella espléndida morada!» Observando con más detenimiento, percibió que las murallas del jardín eran de gran altura, lo que hacía imposible un escalamiento, y que varias patrullas de hombres armados andaban rondando por fuera de ella.
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washintong Irving