
El príncipe suspiró, acordándose de la diferencia de tal lenguaje al delicado de su amigo el palomo. «Como este papagayo -discurría en su interior- ha pasado la vida en la corte, quiere aparecer persona de talento y elevado caballero, afectando que no sabe nada de eso que se llama amor.» Queriendo, pues, evitar el que aquél siguiera ridiculizando la pasión que devoraba su alma, le dirigió inmediatamente la pregunta objeto de su visita.
-Decidme, incomparable papagayo: vos que habéis sido recibido en los departamentos secretos de las beldades, ¿habéis tropezado alguna vez, en el curso de vuestros viajes, con el original de este retrato?
El papagayo tomó la miniatura con una de sus garras, movió la cabeza y la examinó atentamente con ambos ojos, exclamando por fin:
-Palabra de honor que es una cara muy bonita, muy bonita, muy bonita; pero he visto tantas caras bonitas durante mis viajes, que apenas puede uno... Pero no, esperad; voy a mirarla de nuevo; ésta es, con seguridad, la princesa Aldegunda. ¿Cómo había de desconocer a una de mis mejores amigas?
-¡Poquito a poco, poquito a poco! -dijo el papagayo-. Más fácil es encontrarla que ganarla. Es la hija única del rey cristiano de Toledo, y está oculta al mundo hasta que cumpla diecisiete años, a causa de ciertas predicciones que hicieron los entrometidos y taimados astrólogos. No podréis verla, pues está apartada de la vista de los mortales, y os juro, bajo palabra de papagayo que ha visto el mundo, que no he tratado en mi vida otra princesa más discreta que ésta.
-Oíd dos palabras en confianza, mi querido papagayo: yo soy el heredero de un reino, y día llegará que me siente en un trono. He visto también que sois pájaro de cuenta y que conocéis la aguja de marear; ayudadme, pues, a alcanzar a esta princesa, y os prometo un cargo distinguido.
-¡Con todo mi corazón! -respondió el papagayo-. Pero deseo, si es posible, que sea una renta, pues nosotros los sabios tenemos horror al trabajo.
Arreglose pronto todo, y se pusieron en camino desde Córdoba por la misma puerta por donde había entrado el príncipe; éste llamó al búho, que estaba en el agujero de la muralla, y lo presentó a su nuevo compañero de viaje como un sabio colega, partiendo todos reunidos.
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washintong Irving