
Salió el príncipe de Sevilla, buscó a su compañero de viaje, el búho, que aún dormitaba en el árbol, y ambos se dirigieron hacia Córdoba.
Fueron aproximándose poco a poco a esta ciudad, cruzando los jardines y los bosques de naranjos y limoneros que dominaba el hermoso valle del Guadalquivir. Cuando llegaron a las puertas de Córdoba volose el búho a un oscuro agujero que había en la muralla, y el príncipe prosiguió su camino en busca de la palmera plantada en los antiguos tiempos por la mano del gran Abderramán, la cual se alzaba esbelta en medio del patio de la mezquita, por encima de los naranjos y cipreses. Algunos derviches y alfaquíes se hayaban sentados en grupos bajo las galerías del patio, y multitud de fieles hacía sus abluciones en la fuente que se encontraba antes de entrar en la mezquita.
Al pie de la palmera había un numeroso concurso escuchando las palabras de uno que parecía hablar con extraordinaria animación. «Ése debe ser -pensó el príncipe- el gran viajero que me ha de dar noticias de mi desconocida princesa.» Incorporose a la multitud, y quedose sobremanera sorprendido cuando vio que aquel a quien todos escuchaban era un papagayo de brillante plumaje verde, mirada insolente y penacho característico, el cual parecía mostrarse muy pagado de sí mismo.
-¿Cómo es -dijo el príncipe a uno de sus circunstantes- que tantas personas de buen sentido se complazcan en la charla inconexa de ese volátil parlanchín?
-Bien se conoce que no sabéis de quién estáis hablando -le respondió el interrogado-. Ese papagayo es descendiente de aquel otro famoso de Persia, tan renombrado por su habilidad para contar cuentos; tiene toda la sabiduría del Oriente en la punta de la lengua, y recita versos tan de prisa y corriendo como se habla. Ha visitado varias cortes extranjeras, en las que ha sido considerado como un oráculo de erudición, teniendo principalmente gran partido entre el bello sexo que admira mucho a los papagayos que saben recitar poesías.
Pidiole, pues, una entrevista a solas, y en ella le expuso el objeto de su peregrinación. No bien hubo concluido de hablar, cuando se echó a reír a carcajadas el papagayo, hasta el punto que parecía iba a reventar de risa.
-Pues qué, ¿no es el amor el gran misterio de la Naturaleza, el principio secreto de la vida, el vinculo universal de la simpatía?...
-¡Un comino! -le interrumpió el papagayo-. Decidme: ¿dónde diablos habéis aprendido toda esa jerga sentimental? Creedme: ya se pasó la moda del amor, y no se oye hablar nunca de él entre personas de talento ni entre gente de buen tono.
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washintong Irving.