miércoles, 3 de junio de 2009

Leyenda del Príncipe Ahmed al Kamel o el Peregrino del amor


El príncipe miraba absorto el precioso retrato, hasta que sus ojos se arrasaron en lágrimas; lo llevaba a sus labios y lo estrechaba contra su pecho, mirándolo sin cesar con melancólica ternura. «-¡Hermosa imagen! No eres, ¡ay!, más que una imagen, y, sin embargo, tus tiernos ojos parece que se fijan en mí; tus labios de rosa semejan querer infundirme valor. ¡Vanas ilusiones!... ¿No han mirado nunca del mismo modo a otro rival más afortunado que yo? ¿Dónde podré yo encontrar en este mundo el original? ¿Quién sabe cuántos reinos y montañas nos separarán y cuántas desgracias nos amenazarán? ¡Acaso en este mismo momento se verá rodeada de solícitos amantes mientras que yo, triste prisionero en esta torre, paso y pasaré mis días adorando una fantástica pintura...»


El príncipe Ahmed se decidió a tomar una resolución. «Huiré de este palacio -dijo- que me sirve de odiosa prisión, y, peregrino de amor, buscaré a esa desconocida princesa por todo el mundo.» El escaparse de la torre durante el día, cuando todo el mundo se hallaba despierto, era bastante difícil; pero por la noche el palacio no estaba muy guardado, pues nadie sospechaba en el príncipe un atrevimiento de esta clase, cuando siempre se había mostrado contento en su cautividad. ¿Y cómo guiarse para huir entre las tinieblas nocturnas, no conociendo el país? Se acordó entonces del búho, que, como salía a volar de noche, debía conocer todos los vericuetos y pasos ocultos. Fue, pues, a buscarle en su agujero, y le interrogó acerca de su conocimiento sobre el país. Al oír esto, le respondió dándose importancia: «Habéis de saber, ¡oh príncipe!, que nosotros los búhos somos una familia tan antigua como numerosa; hemos decaído algo, pero poseemos todavía ruinosos castillos y palacios en toda España; no hay torre en la montaña, fortaleza en el llano, ni antigua ciudadela en la población, que no sirva de abrigo a algún hermano, tío o primo nuestro. Habiendo hecho un viaje para visitar mis numerosos parientes, recorrí todos los rincones y escondrijos, enterándome de camino de los sitios secretos del país». Regocijose el príncipe de haber hallado al búho tan profundamente versado en topografía, y le informó, por último, en confianza, de su tierna pasión y de su proyectada fuga, rogándole al mismo tiempo que le sirviese de consejero.


-¡Andad noramala! -le respondió el búho, mostrándose enojado-. ¿Soy yo ave que deba ocuparme en amores?... ¿Yo, que he consagrado mi vida a la meditación y a los astros?


-No os ofendáis, dignísimo búho -le dijo el príncipe-; dejad por un poco tiempo de meditar en las estrellas y ayudadme en mi fuga, y os daré todo cuanto podáis apetecer.


-Yo tengo todo cuanto necesito -le replicó el búho- unos cuantos ratones son suficientes para mi frugal sustento, y este agujero me basta para mis estudios; ¿qué más puede desear un filósofo?


-Acordaos, ¡oh sapientísimo búho!, que mientras pasáis la vida vegetando en vuestra celda y observando la luna, todo vuestro talento está perdido para el mundo. Algún día seré soberano, y entonces os colocaré en un puesto de honor y dignidad. El búho, aunque filósofo abstraído de las necesidades ordinarias de la vida, no estaba libre de ambición, por lo que consintió, al fin, en huir con el príncipe, sirviéndole de mentor y guía en su peregrinación.


(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washintong Irving