Cuando vio al filósofo Eben Bonabben, sus ojos echaban chispas.
-¿Por qué me habéis tenido en esta abyecta ignorancia? -le dijo duramente-. ¿Por qué me habéis ocultado el gran misterio y principio de la vida, cuando lo sabe el más insignificante de los seres? Observad cómo la Naturaleza entera se entrega a estos sueños de delicias, y cómo todas las criaturas se regocijan con su compañera. ¡Éste, éste es el amor que yo quería conocer! ¿Por qué se me prohíbe gozar de él? ¿Por qué se han deslizado los días de mi juventud sin saber nada acerca de tales delicias?
El sabio Bonabben comprendió que era inútil toda reserva, pues el príncipe conocía ya la peligrosa ciencia prohibida. Por lo tanto, le reveló las predicciones de los astrólogos y las precauciones que se habían tomado en su educación para conjurar la desgracia pronosticada.
-Y ahora, príncipe mío -añadió-, mi vida está en vuestras manos. En cuanto descubra vuestro severo padre que habéis aprendido al fin lo que es el amor, como estáis bajo mi tutela, sabed que mi cabeza tendrá que responder de vuestra ciencia.
El príncipe era tan razonable, a pesar de su corta edad, que escuchó las reflexiones de su tutor sin oponer a ellas la más leve palabra. Además, como profesaba verdadero cariño a Eben Bonabben y no conocía todavía el amor más que teóricamente, consintió en sepultar en el fondo de su pecho lo que había aprendido, antes que dar lugar a que peligrase la cabeza del filósofo.
Su discreción, sin embargo, tuvo que sufrir bien pronto una prueba más fuerte. Pocas mañanas después hallábase meditando en los adarves de la torre cuando vio que venía cerniéndose por los aires el palomo a quien había dado libertad, y que se le posaba confiadamente en sus hombros.
-Ave dichosa, que puedes volar con la rapidez con que la luz de la mañana se extiende hasta las más lejanas regiones de la tierra: ¿dónde has estado desde que nos vimos por última vez?
-En una tierra muy lejana, príncipe querido, de la cual te traigo felices nuevas en premio de mi libertad. En mi acompasado vuelo, extendiéndome por llanuras y montañas, y conforme iba cortando el aire, divisé debajo de mí un jardín amenísimo, rico en toda clase de flores y frutos. Junto a una verde pradera se precipitaba una límpida y hermosa corriente, y en el centro del jardín se elevaba un majestuoso palacio. Poseme sobre un árbol para descansar de mi fatigoso vuelo, y vi junto al césped de la ribera y por debajo de mí una lindísima princesa en la flor de su juventud y de su belleza, rodeada de sus doncellas y sirvientes tan jóvenes como ella, que venían ciñendo su frente con guirnaldas y coronas de flores, cuando, ¡ay!, no había flor silvestre ni de jardín que pudiera compararse con su belleza. Oculta en aquel retiro pasaba los días de su vida, pues el jardín se hallaba rodeado de elevadas murallas, no permitiéndosele la entrada en él a ningún humano mortal. Cuando vi a aquella hermosa doncella tan joven, tan pura, tan inocente de las cosas del mundo, dije para mí: «He aquí el ser creado por el cielo para inspirar amor a mi príncipe bienhechor».
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washintong Irving.