domingo, 10 de mayo de 2009

peregrino en Monte Athos


La memoria de Dios



1.- Así llaman los monjes contemplativos athonitas a la percepción que resulta de vivir en la Presencia de Dios, o lo que es los mismo, a la vida fuera del marasmo de las pasiones y su proyección impermanente en el grumoso devenir en la manifestación para acceder al kairós, al instante presente, en el que el tiempo se ha trascendido para dar paso a la contemplación extática de lo que acontece. Ese estado, que persigue el contemplativo en su retiro y concentración, es designado por los santos monjes de Athos como hesiquía, o memoria de Dios.
La hesiquía, la práctica contemplativa (la bios theoretikós) que propugnan y enseñan con su ejemplo estos cenobitas y ermitaños, avalada por una costumbre milenaria ubicada en el virginal retiro de la Montaña Sagrada -en la península de Calcídica, ajenos al tráfago de las civilizaciones que han ido pasando, y sucumbiendo, por sus alrededores (romanos, bizantinos, turcos...)-, propugna lo que en palabras de uno de los monjes califica como “contemplación incesante”: desde que te despiertes hasta que te acuestes –le dice al peregrino- ponte en la presencia (en la Memoria) de Dios y actúa solo y siempre desde ahí, lo contrario es vivir en el marasmo de las pasiones, de los deseo y los miedos, en cambio, practicando la hesiquia, sales del tiempo y habitas en el Presente.
El monje no olvida tampoco la investigación (no hay contemplación sin investigación, y viceversa): la lectura atenta y demorada de un libro de alguien que antes de uno haya practicado la contemplación, un hesicasta. Y cuando te “canses” de una y otra cosa, practica la “oración de Jesús” (Kirie su, Kriste eleison), esa suerte de mantra que una y otra vez el monje acaricia entre las cuentas de su kombuskini.

2.- Para acceder al Monte Santo hay que pedir con mucho tiempo y largas dosis de paciencia un permiso especial que no siempre te es concedido. Atenazados por una práctica milenaria y bastiones de la tradición grecoortodoxa, si en los monasterios occidentales (algunos) las mujeres no pueden aún hoy en día pernoctar en su hospedería, en Monte Athos se les veta sin más el derecho de entrada. A ellas y a todo animal hembra.
No ser ortodoxo (y por ende peregrino de su lugar más sagrado) es ya una dificultad para acceder a un lugar tan privilegiado (en el sentido etimológico de “ley privada”, de hecho es un vasto territorio autónomo dentro del Estado Griego), pero si se arrostran todas las dificultades y, al cabo, la nave de carga (único trasporte en que se puede acceder a la península de 52 kms. de largo, en cuyo extremo sur emerge desde el mar, 2.000 metros de altura, como un mítico dios del Egeo, el Monte Santo) te deposita en el “puerto” de Dafne, y a partir de aquí inicias tu peregrinación por caminos escarpados, trochas abiertas en la feraz naturaleza y accedes, silente, al “tesoro escondido” de monasterios y skites (ermitas) que pespuntean este vasto y nunca hollado territorio, la aventura se quedará impresa en tu alma como lo que es, un regalo extraño y apabullante digno de ser conservado para siempre entre las vivencias espirituales más profundas.
El azote constante del viento del Egeo y la luz imperial sobre el azul del mar y el verde espeso de la soledad en torno se resuelven en metáforas magníficas, junto a la del Silencio, de los anhelos más hondos que inspiraron el monacato en esta vasta y escarpada península. El viento es el Espíritu, que sopla y anima la vida del contemplativo al albur del afán de cada día. El sol, imagen del Padre celestial pantokrator nutre, calienta, ilumina la mirada y acoge con su energía el anhelo ascensional del peregrino. El silencio, la Palabra impronunciable, causal, resuelve la luz y el viento en pureza blanca, en conciencia pura, en mar sin orillas de sabiduría ignorada, de ignorancia fecunda. En nube del no saber, en fuente que mana y corre, aunque es de noche.

3.- El monje se alza a las dos de la mañana todos los días de su vida. En recogimiento, ora en su celda hasta las cuatro, hora en que comienza la liturgia de la mañana, hasta las 8, cantos, oraciones, lecturas, silencio, pespuntean estas horas de alborada envueltas en incienso, iconos y pneumas arcaicos, entonados al unísono por la comunidad de orantes, mientras el sol va abriendo cauces de su luz entre el olor a mirra y las rendijas de los portones medievales. Cuando el monje entra en el Katolikón aún es noche cerrada, cuando sale es pleno día. Ha atravesado la noche oscura y ha percibido el filo de la albada en el templo, saluda ahora al sol, en el atrio, con el hábito perfumado de incienso.
A las ocho, una frugal colación (aceitunas, infusión, pan y aceite) da paso a la mañana de trabajo en la huerta, la biblioteca, los talleres, el hospedaje de los centenares de peregrinos incesantes que cada día piden un cobijo, un lecho y el silencio del mar lejano, al fondo, y la belleza de estas verdaderas fortificaciones medievales, al resguardo en otro tiempo de piratas, y, hoy, acaso de curiosos.
A la una, sin más almuerzo que el frugal desayuno, se van a descansar hasta las cinco, que comienzan las vísperas. Y hacia las siete la única “comida” del día, consistente en un plato de arroz y algo de ensalada y fruta (el monje es vegetariano, y durante las largas cuarentenas en que ayuna prescinde incluso de los lácteos y del aceite). Mientras los monjes y peregrinos alimentan sus cuerpos, el alma se recrea en un refectorio afrescado con pinturas del siglo XIII, al tiempo que un monje lee desde un atril, en griego clásico, un texto alusivo a la fiesta del día: Pentecostés, la venida del Espíritu.
En todos los monasterios, sin excepción, dos son los iconos que presiden, a derecha e izquierda del iconostasio, el katolikón, o parte central de la iglesia, en forma de cruz griega, bajo la cúpula y (siempre) la inmensa lámpara: Pentecostés y la Transfiguración (en griego, literalmente, la metamorfosis).
Frente a otras teologías, más a Occidente, basadas en la culpa y la necesaria redención del dios chivo expiatorio (con lo que lleva anexo de paganismo sacrificial, por decirlo todo), la ortodoxia basa como centro de su doctrina cristina en el concepto de metanoia, o “vuelta al Ser”, pues sostiene que la “decisión” de nuestros primeros padres de “alejarse” del Creador, como acto de concienciación dual, sólo puede superarse (el dolor de la separación, la vida errante de la mente sin centro) mediante una transformación radical del alma, que en vez de mirar extrovertida a la manifestación, “vuelva” (esa es la metanoia) su mirada, ponga su atención en el Espíritu, el cual, por cierto, anida ya, al fondo del alma, en todo ser humano. Sólo hay que “sacar” las pasiones, los pensamientos, del fondo del alma y dejar que el espíritu “se pose” en ella como su habitáculo propicio.
El ejemplo sumo de tal Metamorfosis es el Jesús del Tabor, y la fiesta por antonomasia de la metanoia, de la conversión cristiana, es Pentecostés: cuando el Espíritu de Dios entra, como lengua de fuego, a través del séptimo chakra y se deposita en el alma de cada discípulo, “como la paloma encontró cobijo en el arca, ramo de olivo en el pico, tras el diluvio”. Según uno de sus místicos medievales, lo único que debe hacer el monje es, mediante la contemplación, desalojar el alma de los despojos de la mente, y acicalar el alma, a la espera de que el Espíritu, como la paloma en su arca, anide en el centro más profundo del ser humano. Eso es lo que celebra la fiesta de hoy: entonces los discípulos vieron, comprendieron, y sus lenguas se soltaron, oímos que lee el monje, mientras damos cuenta del postre y nos disponemos a ver caer la tarde, sobre el imponente promontorio del Monasterio medieval, y los monjes se recrean, en conversación con los peregrinos, hasta que a eso de las ocho vuelven a sus celdas, a la contemplación privada y el descanso, hasta que a las dos, de un nuevo día, el ciclo rítmico del ora et labora marque un nuevo comienzo.

4.- Si algo se desprende inmediatamente de la espiritualidad monacal grecoortodoxa es su devoción al Espíritu Santo, al Pneuma. En Occidente (y ahí se fraguó nuestra tragedia), en 869, un Concilio decretó que el hombre constaba de cuerpo y alma, no de cuerpo, alma y espíritu, como proclamaban los griegos: la suerte del cisma estaba echado. El Espíritu se percibe ahora como la esencia infranqueable de la divinidad, no como el nexo enamorado, imagen y semejanza suya, que habita la criatura, sin conexión directa posible para con el hombre. La salvación ya no es “transformación espiritual[1]”, hacerse uno con el Padre, como enseñaba Jesús, sino redención del pecado, mediante la fe y las obras.
El griego, por el contrario, nunca ha dejado de sostener que el hombre, a la manera tan claramente neoplatónica, es un compuesto “trinitario”: somático, o hýlico, psíquico, o mental, y pneumático, o espiritual. La parte espiritual del hombre, la pneumática, es no diferente de la realidad divina (imagen y semejanza suya), el retorno a Dios no es pues una sucesión de obras buenas adaptadas a la codificación dictada por qué Magisterio, o Canon, sino la “vida del Espíritu”, la memoria de Dios: la hesiquía.
Occidente (dual, maniqueo, agustino) conformó una religiosidad basada en la moral, en la norma, mediante la cual el hombre culpable y pecador merecía (con sus obras, con su fe[2]) la salvación forjada por el divino Redentor. Salvo excepciones de todos conocidas: Eckhart, Ruysbroek, Teresa, Juan de la Cruz.
El Oriente cristiano apuesta por la vida del Espíritu, por la busca interior, al fondo del alma, del espíritu divino que anida en toda creatura. La vida de la Gracia es para ellos una metamorfosis psicosomática en donde la “persona” convertida (es decir, que se ha transfigurado con la metanoia) se transparenta como vehículo diáfano, receptor del dinamismo pneumático de la Trinidad en la manifestación. El “hágase tu voluntad en la Tierra y en el Cielo” de la oración de Jesús se resuelve, luminosamente, en centro cordial de una espiritualidad volcada a la contemplación, gracias a la comprensión plena del Espíritu Santo.

5.- Con este anhelo, y tras la experiencia de la filocalía de los padres del desierto anacoretas, san Basilio formula su regla cenobítica para aquellos de entre los cristianos que sienten en su alma un profundo anhelo contemplativo y buscan una vida de silencio, alejados del tráfago mundano. Pocos siglos después, la realidad monástica y anacoreta del Monte Athos es ya un hecho. Los emperadores protegen con sus edictos “la Montaña Sagrada”. Desde hace 1500 años hasta hoy mismo, el peregrino, atónito ante tamaña experiencia y ante tanta belleza en torno, asiste a la realidad incuestionable de unos cuantos miles de hombres (en el sentido masculino del término, en este caso) alejados del tráfago mundanal, mendicantes de silencio, frugales, solitarios, aferrados sin duda (es innegable) a una Tradición y a una ritualidad que, acaso, para muchos se ha convertido en fin en sí misma, pero que advierten como baluarte incólume de una espiritualidad insólita en Occidente, en la Cristiandad, que privilegia, frente a otros retos impermanentes (sociales, políticos, mundanos), la vida contemplativa, la soledad, la oración y el silencio como centros naturales, y practicables, de lo humano.
Vestigio de otra época, el intolerable machismo, la perversión de ver lo femenino como tentación, en vez de cómo manifestación simbiótica y fundante de ese mismo espíritu al que aspiran, los monjes de Athos saben que su única salvación como sociedad indemne al fragor de los tiempos es el aislamiento cerril que practican, paradójicamente complementario con la cálida hospitalidad con que abren sus puertas cotidianamente a la marea de peregrinos y, acaso, curiosos.

6.- El peregrino hace caso al monje que le enseña este portentoso lugar henchido de belleza y dominado por el silencio ascensional del Monte Santo, y además de practicar la oración de Jesús con su kombuskini, Kirie eleison, y tratar de vivir la memoria de Dios ante la felicidad extática de la contemplación en torno, el Mediterráneo a sus pies, el espumoso mar de Ulises, acodado sobre un farallón de rocas calcinadas al sol, entre olivos, bajo la mole inmensa del monasterio amurallado de la Gran Lavra, lee en unos textos medievales de monjes athonitas: “La Memoria de Dios es, en efecto, contemplación de Dios, que atrae hacia sí la vista y el deseo de la mente y la ilumina con la luz que lo circunda. Cuando la mente se vuelve hacia Dios, cesan todos los pensamientos creadores de formas de los entes, ve sin imágenes y, gracias a su profunda ignorancia, derivada de la inaccesible gloria, hace luminosa la propia vista. Al no conocer, a causa de la incomprensibilidad de lo que se conoce mediante la verdad de aquel que es verdaderamente y que por sí solo posee la supraesencialidad. Nutre el propio amor y apaga el propio celo con la riqueza de la bondad que brota y se hace digna de un reposo infinito y bienaventurado.
“Estas son las características de la memoria perfecta.
“Haz cada cosa que hagas con conciencia, haz todo como si estuvieras delante de Dios, entonces la mente ya no será expulsada de la estancia del corazón e inspeccionando incesantemente estos lugares interiores, expulsa, golpeándolos, los pensamientos sembrados por el enemigo: es lo que algunos han llamado hesiquía del corazón, otros atención y otros custodia de la mente; la atención es el final de la praktiké, la atención es el inicio de la theoria[3] o, por mejor decir, su base, pues por medio de esta, en efecto, Dios se inclina sobre el alma para manifestarse. En primer lugar, que tu vida sea tranquila, de esta manera, entra en tu cámara, enciérrate dentro y, sentado en un rincón, haz lo que te digo: siéntate y recoge tu mente, así acaso la mente, cuando está completamente conjuntada con el alma, queda colmada de un placer y una alegría inefables. Por tanto, habitúa a la mente a no salir enseguida de allí, incluso si al inicio se halla presa de una gran indolencia a causa de la reclusión y la estrechez interior. Pero cuando se haya habituado no anhelará más las relaciones exteriores. En efecto, manteniendo la mente estable, la hace inexpugnable e inaccesible a las sugestiones del enemigo y la eleva, cada día, en el amor y en el deseo de Dios. Con el tiempo, cuando hayas dominado esta práctica, gracias a ella se te abrirá la entrada del corazón, como te hemos escrito, sin ninguna duda. Nosotros mismos hemos hecho la experiencia. Junto a la atención gozosa y deseada te será concedido todo el coro de virtudes, gracias a ellas, todas tus preguntas se agotarán en Jesucristo Nuestro Señor”[4].

Y 7.- Ver amanecer el sol desde las almenas de estos cenobios fortificados, o intuir sus rayos filtrándose por entre el incienso y el canto de los laudes matutinos. O absorber con la piel y el alma el ocaso anaranjado de su poder, hundiéndose en el mar de Ulises, sobre las faldas de la Montaña Sagrada, intentando, ante tanta belleza sin palabras, que la mirada, el silencio de la mente, y los anhelos más íntimos se fundan sencillamente en hesiquía, Kirie eleison: que nadie lo miraba. El mar, el sol, el viento y la montaña. Los escollos arrullados por las olas, el canto milenario de los hesicastas, las buganvillas reventando de magenta al sol de poniente, el pozo romano del patio, las columnas que sostienen el templete, los olivos salvajes de los acantilados, el magnolio florecido del atrio, el sabor agrio de un níspero, las parras, las conteras sudorosas de los fatigados peregrinos pespunteando los caminos de tierra, el tacto al paladar del pan negro con un poco de aceite y el Silencio elocuente de la Paz inmensa, acunado por la luz incesante del sol, y protegido en su soledad por la energía telúrica de esta Montaña en donde, acaso, el Espíritu se ha encarnado en mantra infinitamente susurrado falda arriba bajo el azote de los vientos: Kriste eleison.