Encontró después un murciélago que pasaba todo el día agarrado con las patas en un tenebroso rincón de la bóveda, y que sólo salía -como si dijéramos- con chinelas y gorro de dormir en cuanto anochecía. No tenía más que conocimientos a medias de todas las cosas, burlándose de lo que ignoraba y de lo que apenas conocía, aparentando no hallar placer en nada.
Había también una golondrina, de la cual quedó prendado el príncipe al poco tiempo. Era muy habladora, pero aturdida, bulliciosa, y siempre andaba volando y permanecía raras veces el tiempo suficiente para trabar conversación. Comprendió al fin que era muy superficial, que nada profundizaba y que pretendía conocer todo, sin saber absolutamente lo más mínimo.
Tales eran los plumíferos amigos con quienes el príncipe tenía ocasión de ejercitar el nuevo lenguaje que había aprendido, pues la torre era demasiado elevada para que otros pájaros, pudieran frecuentarla. Pronto se cansó de sus nuevas amistades, cuyos coloquios hablaban tan poco a la cabeza y nada al corazón; con lo cual poco a poco se fue tornando a su soledad. Pasó el invierno y volvió la primavera con sus galas y su verdor, y con ella el tiempo feliz en que llegaron los pájaros para hacer sus nidos y empollar sus huevos. De repente empezó a oírse en los bosques y jardines del Generalife un concierto general de dulce melodía, que llegó hasta los oídos del príncipe, encerrado aún en su solitaria torre. Por todas partes se oía el mismo tema universal, ¡amor!, ¡amor!, ¡amor!, cantado y contestado de mil poéticas maneras y con mil diversas armonías y modulaciones. Escuchaba el príncipe silencioso y perplejo, y decía pensativo: «¿Qué será ese amor de que el mundo parece invadido y del cual yo no sé una palabra?» Trató de informarse de su amigo el cuervo, pero la grosera ave le contestó con desdén: «Debéis dirigiros a los pájaros vulgares y pacíficos de la tierra, que han nacido para ser presa de nosotros los príncipes del aire. Mi ocupación es la guerra y mis delicias el pelear, y, como guerrero, nada sé de eso que llaman amor.»
(Continuará) Del libro "Cuentos de la Alhambra" de Washington Irving