lunes, 18 de mayo de 2009

Galería personal de Txirloro - Poblado Masai/Salto Masai

Galería personal de Txirloro - Poblado Masai/Salto Masai
MASAI MARA



A unas pocas horas en auto desde Nairobi, más allá de las colinas de Nkong, bordeando el impresionante Rift Valley, húmedo surco que divide en dos el país y lo fecunda, a los mismos pies del Monte Kenia, de nieves encendidas y perpetuas en la línea misma del ecuador, a menos de una hora de allí, por una pista de tierra cada vez m s angosta y escarpada se despliega la morada de los masai, una vasta extensión de tierra árida, reseca, agreste y hermosa, un dominio de espesuras y riscos, horadado por la erosión, atravesada por manadas inmensas de elefantes eternamente nómadas, como el pueblo que la habita, en busca del dios agua. El viajero que llega hasta los lindes de Masai Mara habrá de dar cumplidas explicaciones al funcionario (militar, policía, alguien con rifle y mirada torva) que veda el paso a nuestro todoterreno: a partir de ahí solo traspasan los animales, el pueblo que la habita, algún misionero utópico, agradecido y solidario con la tribu que le da cobijo, a quien vino a enseñar y de la que aprende, los pocos funcionarios que el gobierno encomienda en región tan feraz... y casi nadie más. Amigo habrá que ser, pues, de alguno de los antes citados para poder traspasar estos umbrales.
Ante los ojos del viajero, entonces, se despliega el país de los masai, un pueblo virgen y feliz, altanero y cautivo de su propia idiosincracia: la belleza milenaria de esta raza de procedencia nilótica, que ninguna relación guarda con las tribus bantúes (kikuyus, etc.,) que la rodean y con las que, por mor del colonialismo europeo, se ha visto amalgamada en un proyecto de nación del que, generalmente, se siente refractario si no ignorante. Tribu nómada, pastorea sus rebaños en busca de alimento, construye sus casas provisorias con el barro y el estiércol de su ganado hasta que no queda pasto y entonces se echa nuevamente al camino, en un rito y en un ritmo que sabe a pretérito, y que perdura, todavía, por obra y gracia de su Dios milenario, la Palabra, el espíritu que al nombrar las cosas las crea y las sostiene. El Muntu.
Bastan pocos días de trasegar por estas tierras tachonadas de jaras y de encinas, pobladas de jirafas, gacelas, cebras, elefantes, ciervos saltadores y aves policromas hasta la exuberancia, para advertir que este pueblo inmemorial habita en el sosiego detenido de la buenaventura: basta vivir los días y las noches con su ritmo, asumir el ciclo natural al margen de relojes, contemplar este paisaje a la luz de una inmensa y henchida luna llena, meditar al pie de esas encinas achaparradas que parecen extender sus brazos en un gesto maternal de bienvenida, descubrir el brillo chispeante que tiene la mirada de los niños, la belleza cimbreante de las hembras, el plante esbelto y altanero del guerrero, la lenta decrepitud del anciano pastor o de la abuela pausada que mezcla entre sus dedos el alimento de la tribu en día de fiesta: la sangre de la vaca y la leche de la vaca, que da brillo a la piel, belleza a los ojos y fuerza en el brazo para empuñar el báculo o la lanza. Bastan pocos días para entender por qué, aquí, el tiempo se detiene, torna la paz a circular por nuestras venas y renace la esperanza, exaltada el alma al contemplar tanta belleza.
Se ha obrado el prodigio, pero, ¿por cuánto tiempo todavía? Este pueblo orgulloso, acogedor y celoso de lo suyo, ha sido refractario durante décadas al acoso de la civilización que se le impone desde los despachos, su sistema de vida permanece inmune al adelanto de la ciencia salvo para cuestiones estrictamente médicas, en gran parte por la benemérita labor de los misioneros que comparten con ellos el nomadeo y la esperanza en el Dios de la palabra. Aquí todavía el rey de la naturaleza es el hermano león y los masai asumen su señorío mientras danzan hasta el amanecer por conjurar su peligro o para celebrar una victoria sobre él: y es que este pueblo baila como vive, dando enormes saltos hacia el cielo, con el cuello hacia atrás y la mirada, desafiante, en pos de las alturas: cantos en celo que prolongan hasta el alba en medio de un oscuro frenesí de sangre y sexo a flor de piel.
Sin embargo, por suerte o por desgracia, el pueblo masai está acorralado, es una bella especie en vías de extinción: corre el peligro de verse asimilada por otras culturas, absorbida por los pueblos que pueblan y rodean las tierras altas, aniquilada ante la presencia del jeep y del asfalto, este último a solo unas millas ya de la reserva: la civilización se huele ya en los pocos poblados fijos con los que se les quiere atraer a una vida sedentaria y consumista: al lado de un cercado para vacas, se yergue un barracón que hace las veces de oficina de correos, a pocos metros una modesta construcción de cañas que hace las veces de guardería por las mañanas, dispensario por las tardes y capilla los domingos, enfrente una mezquita musulmana, y al otro lado de la calle un letrero que invita a los pastores a que enjuguen su sudor con cocacola.
La impotencia se suma a la duda, ¿conviene que este pueblo inmemorial, ajeno todavía al fragor de los relojes, se suba al carro del progreso, la ley y el orden, que asuma el ritmo trepidante de los siglos? ¿Resulta eficaz o sangrante el esfuerzo docente y civilizador? Saldrán ganando, en fin, con el cambio? No tengo la respuesta. Vivirán, quizá, más años, disminuirá la mortalidad infantil, leerán libros y aprenderán a usar cada vez más utensilios enchufables... pero a la vez no sé si sabrán celar en su mirada el brillo y el orgullo y el sosiego que ahora me asombra y conmueve... antes de irme, de volver otra vez a la prisa y al asfalto, pido a su Dios, a la Palabra, que les mantenga eternamente ese ritmo sabio de tiempo verdadero y ese fulgor hermoso que llevan en los ojos.