ISRAEL Y/O PALESTINA
La paz en tierras santas y sangrientas de Palestina, ese shalom/salam que, solo hace unos meses, parecía tan ilusorio, nos invita a reflexionar sobre la realidad de dos naciones o pueblos que conviven, inmemorialmente, sobre un mismo territorio. Tras seis décadas de guerras, de ininterrumpidas guerras entre árabes y judíos, casi un siglo de disputas por esa Tierra, y milenios de batallas, cruzadas, reconquistas y expulsiones, de templos, mezquitas y sinagogas derruidos y vueltos a reconstruir, al viajero que se acerca a Tierra Santa, ávido de historia, belleza, descanso o respuesta a tanto interrogante no le pasan desapercibidos los múltiples contrastes que subyacen en ella, contrastes, tal vez, inherentes a su condición de tierra de promisión, apetecida por imperios seculares, añorada por judíos errantes en diáspora perpetua, requerida por árabes palestinos que nacieron en ella y fueron despojados de su tierra por los colonos sionistas, por un lado, y por la avaricia suicida y fraternal de sus hermanos árabes, coadyuvantes del desastre que supusieron las guerras del 48, 56 y, sobre todo, del 67.
Palestina y/o Israel (¿tanto monta, monta tanto?) se nos presenta como las dos caras de una misma moneda: el orgullo de su pobladores, árabes y judíos, aferrados a una tierra que, por lo general y hasta ahora, pretendían monopolizar en exclusiva como propia. El viajero abre sus ojos admirados al misterio de un país que ha sobrevivido a la calamidad ancestral de todas las invasiones: egipcios, babilonios, hititas, romanos, cruzados, otomanos, ingleses...
Si hubiera que plasmar en una sola imagen el misterio de su belleza peculiar e infinita, ésta, sin dudarlo, sería la sonrisa: la sonrisa de la hermosa doncella de Nazaret que atiende a los peregrinos fatigados por el mucho calor y les ofrece el remanso de sus ojos luz de oliva y la dulzura de sus labios florecientes; la sonrisa del exbeduino repanchigado al sol en cualquier esquina de una Belén impotente, deseosa de sacudirse el yugo tanto del sordo asedio israelí como de la brutal intifada; la beatífica sonrisa del monje franciscano que, orgulloso, nos muestra como restos salvados de un naufragio las reliquias más inverosímiles; la sonrisa tensa del joven soldado que, kippa y metralleta caladas, ofrece su asiento en el autobús que hace el trayecto Jerusalén Tel‑Aviv a una encantadora viejecita askenazi de pelo blanco, que agradece ese gesto galante con un "gracias" dicho en yidish, el idioma de los judios de centroeuropa; o la sonrisa del monje venerable y ortodoxo, de luenga barba blanca, que cuida con delicada ternura la piedra que conmemora el Santo Sepulcro, y el viajero siente que le tiembla el alma al apreciar el mimo con que trata el mármol frío y memorable mientras asiste ajeno al trasiego cansino de peregrinos vagamente fervorosos; y la sonrisa severa de aquel rabino cuando acoge en el seno de la comunidad, al pie del muro entristecido, a un nuevo joven sabra, que lee ante los ojos arrobados de sus padres, con voz firme y segura, el texto de la Torah; o la sonrisa coránica del muecín cuando entona solemne, al caer la tarde y el cielo se arrebola en magentas sobre las murallas de la Ciudad Santa, la salmodia vespertina y, a su llamada, se convocan miles de fervientes hijos de Mahoma desparramados por toda las explanada inmensa que acoge la Mezquita de Omar ‑palabra de Alá hecha belleza‑ y la de Al‑aqsa: ese mismo escenario fue testigo del asesinato del rey de Jordania, padre del actual rey, y de tantos otros momentos dramáticos y de tensión en pos de una soberanía que apetecen los hombres, los hijos de Abraham, apelando al nombre de Dios (¿en vano?); o la sonrisa aterida por el miedo del niño aquel que arruina su infancia infinita e irrecuperable asestando pedradas al jeep del ejército ocupante; la sonrisa barbuda y macabra del iluminado fanático del irredentismo chiíta, portavoz en sus ojos inyectados, basta mirarle aun de soslayo, de la Guerra Santa y el Viva la Muerte por el Libro; como esta otra sonrisa, enfrentada pero tan idéntica, el rictus integrista del anciano habitante del barrio exasperado de Mea Sherim, colonizado en exclusiva por hebreos ortodoxos y contumaces que no aceptan la proclamación del Estado sionista y que siguen a la espera del Mesías para instaurarlo. Estos mismos y sus acólitos de los partidos religiosos de ultraderecha son los que imponen leyes tan peregrinas ‑para el lego en estos arrebatos de marcialidad talmúdica‑ como la de prohibirlo casi todo el sábado: autobuses, cines, restaurantes... Imposible transitar en una ciudad desértica y momificada por la intransigencia de los hijos de la Ley.
Oportunidad inmejorable la que nos ofrece el riguroso sabat para alquilar un taxi palestino al pie de las murallas, en la puerta de Damasco, y desplazarnos hasta Jericó, la capital de la Paz, según los tratados, milenaria ciudad al borde mismo del Mar Muerto, oasis esplendente y feraz cuajado de palmeras, sicomoros, acequias, beduinos indolentes y orondos, mujeres de mirar ardiente, honesto, de belleza tan serena como recatada. Propicia es la ocasión para escabullirnos por un día del rancho turístico que imponen todos los hoteles, y acercar nuestro olfato a los manjares especiados que se ofrecen a la vista en un puesto de fritangas: una suerte de buffet de andar por casa, pero pletórico de ricas viandas que nos harán olvidar con alivio la comida pastiche y plastificada del hotel.
Repuesta nuestra mirada, gusto, tacto con el bello oasis de la ciudad más antigua del mundo, arropamos la digestión con un paseo en derredor de sus mil y una veces abatidas murallas, a golpe de trompeta o de mortero: Por la tarde, de la mano una vez más de nuestro afable taxista, retornamos a Jerusalén. Sin duda alguna, la más bella ciudad del planeta. Por breve que sea la estancia en ella, no se podrá dejar de advertir el carácter abigarrado, laberíntico ‑con lo que todo laberinto tiene de metáfora del infinito‑ y fastuosamente histórico que se ofrece ante nuestros ojos incrédulos de pasmo: la convivencia secular y casi siempre armónica durante casi mil quinientos años ‑excepción hecha de algún infausto paréntesis, como el de los períodos más feroces de las cruzadas, o este último a partir de la proclamación del Estado judío‑ de las tres grandes religiones monoteístas: judíos, musulmanes y cristianos, los hijos de Abraham, ha otorgado a la ciudad un talante absolutamente original y único en el mundo. Se tiene la sensación de visitar un ámbito insondable, tan múltiple y variopinto que harían falta varias vidas sucesivas para empezar a asumirlo. Incluso dentro del país, de Israel y/o Palestina, Jerusalén ofrece una como intensificación quasi infinita de todo lo percibido hasta entonces (si uno tiene la suerte de dejar para el final del viaje el plato fuerte): el trapicheo multicolor y plurilingüe, la vasta complejidad de lo específicamente religioso: la diversidad de sectas y confesiones, también entre musulmanes y judíos, pero sobre todo entre cristianos, ofrece sin duda un espectáculo desolador para el peregrino de fe turística y tambaleante ‑por lo sectario y mercantil de muchos planteamientos pseudoteológicos y escasamente ecuménicos‑ y fascinante para el viajero absorto ante la bullanga, el colorido y la ornamentación desplegada en cualquier misa copta, viacrucis franciscano, procesión ortodoxa, ceremonia hebrea u oblación musulmana. El olor a incienso de un pebetero en el santuario bizantino se entremezcla en bizarra confusión con el sahumerio que exhala fragancias exóticas en la esquina del zoco y el hedor putrefacto de la carne expuesta en cualquier improvisado tenderete.
Israel y/o Palestina proclama un inusitado espectáculo de esplendor convaleciente tras 61 años (¿o siglos?) de tragedia; por eso el contraste que nos revela la belleza de esta tierra y la plenitud de quienes la co‑habitan es aún más llamativo. En un espacio tan pequeño, donde han ocurrido en diez mil años de historia tantas cosas, se ven obligados a litigar dos comunidades entrañables. Una, la judía, pueblo sin nación ‑hijo de muchas naciones‑, que precisaba un Estado para adquirir entidad nacional (de ahí su insistencia en el hebreo como idioma de Israel); y otra, la palestina, nación sin Estado, que se ha visto,
tras cuarenta años de luchas fratricidas y traiciones de sus supuestos defensores, dispersada en varios territorios, expoliada, dividida, utilizada para fines espurios y, a la postre, radicalizada.
Sabemos que no es fácil el acuerdo, ni tan siquiera el compromiso, pero el orgullo de un pueblo, de dos, expresado en la sonrisa que refleja el amor a la vida y el cariño por su tierra, no puede ni debe ser usado como moneda de cambio entre los fanáticos de uno y otro bando, ajenos, desde su suficiencia de elegidos, al dolor de un país ‑o de dos‑ que quiere la paz (shalom/salam: la paz, es el saludo de unos y otros) por encima de todas las historias. Que Yaveh, Alá y la Trinidad Santa, en ningún sitio tan amados (o al menos tan apremiados) como aquí, les ayuden. Israelíes y palestinos no estaban condenados a entenderse, como si eso fuera un castigo, están salvados por hacerlo, y nos redimen a todos con su abrazo.