Había en otros tiempos un rey moro de Granada que sólo tenía un hijo, llamado Ahmed, a quien los cortesanos le pusieron el nombre de Al Kamel o El Perfecto, por las inequívocas señales de superioridad que notaron en él desde su tierna infancia. Los astrólogos hicieron acerca de él felices pronósticos, anunciando en su favor toda clase de dones suficientes para que fuese un príncipe dichoso y un afortunado soberano. Una sola nube oscurecía su destino, aunque era de color de rosa: «¡Que sería muy dado a los amores y que correría grandes peligros por esta irresistible pasión; pero que, si podía evadir los lazos del amor hasta llegar a la edad madura, quedarían conjurados todos los peligros y su vida sería una sucesión no interrumpida de felicidades!»
Para hacer frente a los peligros augurados determinó el rey recluir al príncipe donde no pudiera ver nunca rostro de mujer alguna ni llegar a sus oídos la palabra amor. Con este objeto hizo construir un bello palacio en la colina que dominaba la Alhambra, rodeado de deliciosos jardines, pero cercado de elevadas murallas -el mismo palacio que se conoce actualmente con el nombre de El Generalife-. En este palacio encerró el monarca al joven príncipe, confiándolo a la vigilancia e instrucción de Eben Bonabben, filósofo árabe tan sabio como severo, que había pasado la mayor parte de su vida en Egipto dedicado al estudio de los jeroglíficos y examinando los sepulcros y las Pirámides; por lo cual encontraba más encanto en una momia egipcia que en la belleza más tierna y seductora. Se encomendó a este sabio que instruyese al príncipe en toda clase de conocimientos, pero debía ignorar completamente lo que era amor.