Él, por su parte, tenía sorbido el seso por la reina. En Roma, sus enemigos se hacían lenguas sobre el embrujo que le mantenía idiotizado. Era un calzonazos, decían: la egipcia le mangoneaba como un pelele. Lo cierto era que a Antonio le salía todo fatal desde que estaba con Cleopatra. Organizó un enorme ejército contra los partos, pero planteó la campaña tal mal y con tan nulo sntido estratégico que la guerra se saldó con una derrota bochornosa y una carnicería horrible. ¿Malas influencias de la reina? Probablemente, pero sólo en el sentido de que Cleopatra le espoleaba a asumir retos cuya envergadura era mayor que su capacidad. Antonio no tenía no la cabeza ni el temple de César. Tal vez por eso necesitaba tanto a Cleopatra: porque sólo se veía a sí mismo verdaderamente grande cuando se contemplaba en los ojos de ella.
Pero los fracasos no menguaron su fanfarronería, y Antonio empezó a regalar a Cleopatra vastas posesiones pertenecientes al imperio romano: las costas fenicias, Jericó.... En Roma, naturalmente, sentó muy mal que anduviera cediendo territorios patrios a otro país. El enfrentamiento civil se hizo inevitable.
Octavio, con aguda inteligencia, declaró la guerra a Cleopatra sin hacer la menor referencia a Marco Antonio, que todavía contaba con un buen número de soldados romanos, levantó a toda Asia contra Octavio. Entre sus legiones, los soldados equipcios y los aliados, reunió un ejército de 110.000 hombres y 500 barcos. Las fuerzas de Octavio eran algo menores, 100.000 hombres y 400 barcos, pero mucho más cohesionadas y disciplinadas.
(Continuará....) De Rosa Montero.