sábado, 16 de mayo de 2009

ACERCAMIENTO

Cuando hablamos de minorías solemos asociar este término, en el ámbito de la cultura, con anacrónicas connotaciones elitistas. Sólo hay una manera de sobrevivir en esa sociedad de masas que constituye nuestro propio y común sustrato, y de la que todos somos arte y parte.Existe un único modo de tomar distancias respecto a eso que nos implanta en el único sujeto real y efectivo (social, común) que podemos determinar: el que ya Heidegger supo caracterizar como el Uno (Man en alemán); o si se prefiere el pronombre neutro de tercera persona (Se). Esa manera consiste en promover un giro interno e inmanente en esa general postración que compone nuestra sustancia común indiferenciada. Lo cual, inevitablemente, sólo puede hacerse desde el ethos personal de cada Uno. Y ese ethos, que se caracteriza por su radical singularidad nos abre, a lo sumo, a una comunidad minoritaria.Estas ideas, que pueden poseer, hoy como ayer, plena vigencia, subrayan hasta qué punto una filosofía aparentemente antitética de nuestras coordenadas epistémicas, como es la filosofía de Plotino, puede incardinarse en nuestra contemporaneidad. Hasta qué punto en plena Modernidad y Posmodernidad puede poseer vigencia una filosofía tan espiritualista, tan orientada a la búsqueda de la Unidad Simplicísima Primordial, o tan referida a un Dios que está en el mundo sólo y en la medida en que mora en lo más recóndito de nuestra subjetividad. Una filosofía, en suma, que parece darse de patadas con el giro materialista de nuestra Filosofía Moderna y Contemporánea, siempre orientada a comprender lo más elevado y encumbrado a partir de lo más rebajado y elemental, o adoctrinada -desde Nietzsche, Freud, Marx, Witggenstein- a sospechar una y otra vez de toda apelación a Valores y a Ideas que no sean neuróticas represiones de nuestra sexualidad, superestructuras ideológicas, racionalizaciones del resentimiento, o expresión de inadecuados usos de nuestras formas lógico-lingöísticas.¿Qué puede enseñarnos una filosofía que en ningún momento puede ser denunciada desde esas ópticas tan dadas a lo que en términos prestados del lenguaje cinematográfico podríamos llamar el contrapicado filosófico; o a ver lo elevado desde lo más rebajado y envilecido? Esa filosofía es tan bella como auténtica. Es conmovedoramente verdadera. Pero es legítimo, de todos modos, preguntarse cómo convertir a Plotino en un contemporáneo nuestro. Quizás la grandeza de este filósofo consiste en el revulsivo que puede provocarnos. Pone en evidencia todo aquello de lo cual, para nuestra desventura, carecemos. Nos recuerda que la vía filosófica -que es una orientación hacia lo más recóndito (y eso es la mística)- es también una vía de liberación, o de Gran Salud. O que llegando al hondón más radical de nosotros mismos nos descubrimos en unión con la Verdad. Y con el Bien. Y con la Belleza. ¿Hasta qué punto es fácil mostrar, a partir de las enseñanzas de Plotino, en qué difiere la Verdad del Bien, y éste de la Belleza?. O en qué sentido ésta, por su espontánea suscitación de lo terrible (un anticipo del célebre verso de Rilke), se halla subordinada al Bien, en el cual lo Terrible, o ese grado del mismo que aun podemos soportar, se mitiga y se atempera en Dulzura. Y es que el Bien es siempre regalo y don. El supremo Bien, que es el Uno, Dios mismo si se quiere, es pura donación. Dádiva y gracia. Y por tanto tiene por esencia y naturaleza el amor. Y la Belleza es -en esa economía del Don- su conformación a partir de Formas que lo promueven, en procesión o emanación, de manera que ese Bien se hace, gracias a la Belleza, comunicable. Ideas sublimes (las de Plotino, magníficamente expuestas por Pierre Hadot) que nos llenan de verguenza por pertenecer a un eón en el que apenas podemos siquiera pronunciarlas.