Felisa se encaminó al recibidor y poniendo una cara muy alegre, dijo al propio tiempo que tomaba la cartera del invitado:
- Bien venido, señor. Espero que hayáis podido solucionar todos vuestros tropiezaos.
- Así es, así es - contestó el invitado -. Tú debes ser la cocinera ¿no?
- Sí, señor, yo soy. ¿Me conocéis?
- Tu amo me ha hablado muy bien de tus guisos, de manera que quiero comprobar si es verdad todo lo dicho.
El posadero entraba en aquel momento en el comedor y desde allí mismo, en tanto el invitado se quitaba la capa y el sombrero, replicó:
- Pronto lo sabréis. - Y se echó a reir alegremente-. El asado está a punto; no hay más que afilar bien los cuchillos.
Y tal como decía, se puso a afilar dos de los cuchillos de la mesa.
Felisa aprovechó la ocasión. Antes de que el invitado pasara también al comedor, dijo en voz muy baja y misteriosa:
- Esperad. Tengo que advertiros una cosa.
El invitado se detuvo muy extrañado.
- Es acerca de mi amo, vuestro amigo. ¿Sabéis? De un tiempo a esa parte anda algo trastornado, sobre todo en las noches de luna, como ésta de hoy. - Felisa bajó aún más la voz, tanto que casi ni ella misma se oía y añadió-: Cuando afila así los cuchillos es que está en uno de sus peores momentos y corta todo lo que se le pone por delante. Al gato le cortó la otra tarde la cola y lo mismo ocurrió con el rabo del burro y ....
El invitado no podía dejar de escucha a la siervienta, ya que efectivamente, veía que el dueño de la posada estaba afilando los cuchillos y no podía comprender el esmero que el posadero ponía en el trabajo, como no fuera por lo que decía la moza.
-... Y os cortará las orejas, si os descuidáis - añadió la chica, adivinando lo que cruzaba en aquellos momentos por la mente del invitado.