El posadero, mientras afilaba los cuchillos, miró hacia el recibidor y vio a su invitado mirándole con asustada expresión.
- ¿Qué os pasa? - preguntó -. ¿Acaso no os gusta lo que hay para comer?
- Pues, no, no sé en verdad - murmuró el invitado con un hilo de voz.
- No os atreváis a llevarle la contraria - dijo la cocinera tratando de asustarle más y más con sus palabras -. Si lo hacéis, os perseguirá ferozmente y tendréis mucho trabajo en escapar. ¿Sois buen corredor?
- Pse, pse - dijo el invitado, pensando que llevaba muchos años sin correr, desde que el reuma había atacado sus articulaciones.
- Pues, ¡pobre de vos si no sabéis correr! - dijo Felisa santiguándose temerosa.
- Pero, pero, ¿qué voy a hacer? Alas, no creo que puedan brotarme de pronto y si, tal como me figuro, él corre más que yo...
- Sólo hay un medio de escabullirse - indicó Felisa hablándole casi al oído-. ¿Veis esa puerta? Pues bien, cruzándola os encontraréis en la cocina y desde allí bien podéis salir afuera sin ser visto por nadie.
El invitado, pese a estar muy cohibido, no se atravía a aceptar aquella solución. No en balde venía de la ciudad, donde la gente estaba muy bien educada y no solía marchar sin despedirse.
- Tengo que despedirme de mi amigo - dijo el hombre al parecer muy decidido-. No estaría bien que, después de haberme invitado, le dejara plantado con el cuchillo en la mano.
- Con el cuchillo en la mano. Vos lo habéis dicho. ¡Ay de vos si gastáis tales remilgos! Rogad a vuestro santo Patró que ese cuchillo no se mueva de su mano. ¡Fijáos, fijáos qué hoja tan afilada!
La hoja brillaba, efectivamente, a la luz de los velones y ello fue suficiente para decidir al invitado a emprender la retirada hacia la puerta que se le indicaba. Pero antes, mientras se preparaba para recoger sus cosas, todavía tuvo que escuchar la voz de Felisa diciendo:
- Será mejor que os vayáis. Peligran vuestras orejas, señor. Y si no me hacéis caso, peor para vos pero pensad que yo bien os he advertido.