lunes, 2 de marzo de 2009

La Pícara Cocinera XVII

Y cuanto más pensaba en que no le quedaba ni siquiera las alas, más y más le apetecía comerlos, hasa el punto de no poder esperar a que la cocinera le guisara otra. Llevaba aún el cuchillo en la mano y al mirarlo sentía pena, pensando que ya no lo necesitaba, después de haberlo afilado tanto.


-¡Un trabajo erddo! Ahora que todo estaba a punto... Y dime, Felisa, ¿estaba bueno el asado?


-¡Uy! ¡Sí, señor! - respondió ella. Y pensado que era mejor callarse, no fuera a descubrir su fechoría, añadió-: Y ahora, buenas noches, señor. Os prometo que mañana coceré otras dos, mejores y más tiernas que esas.


Pero el apetito de D. Hildebrando no se resignaba a esperar al día siguiente además pensaba que tal vez se levantaría con dolor de estómago o de muelas y en cualquiera de ambos casos se vería obligado a quedarse sin comer. No, no, e ninguna manera.


-No esperaré a mañana - decidió- y aunque sólo sea por probarlas, trataré de encontrar a ese desvergonzado, aunque tenga que correr detrás de él.


- Yo no lo haría, señor. Aunque la noche es clara, podéis resbalar y caeros en una zanja. Y no quiero pensar que vuestros pies se enreden en los zarzales y os quedéis allí, sin poder moveros.


-¡Bah, bah, bah! -dijo el señor a la cocinera. - Eso son paparruchadas. A ver si creerás tú que no tengo ojos en la cara para ver de cerca una zanja o las ramas de un zarzal. Nada, nada, que no te hago caso.


Y abriendo la puerta de la cocina, la misma por la cual había salido el invitado, se lanzó afuera, llevando todavía en la mano el cuchillo preparado para cortar los pollos. Acertó a ver a lo lejos al invitado, que corría torpemente y pensand que aún oiría si le hablaba, gritó:


-¡Sólo una, por favor! Sólo quiero una.


Naturalmente se refería a las alitas de pollo, que creía se llevabael otro, pero éste, pensando que el posadero se refería a sus orejas, respondía:


-¡Ni una ni ninguna! ¡Pues no faltaría más que eso!


-Con una me conformo -repetía el buen hombre, tratando de alcanzar a su amigo.


- ¡Ni una ni ninguna! - contestaba invariablemente el invitado, satisfecho al ver que el posadero iba quedando lejos.


Y cuando D. Hildebrando se cansó de correr, decidió volverse asu casa, renunciando a los pollos a la fuerza. Llegó renqueando a la cocina y aún tuvo que escuchar a Felisa, diciéndole:


-¿Veis? Ya os lo dije. - Le ayudó a sentarse y le dio unafricción en los tobillos-. Os prepararé un buen bocadilloe queso recién hecho y os aseguro que sabe muy bien.


-¡Qué le vamos a hacer! - repuso el posadero de mala gana-. ¡Tener que comer pan y queso y pensar que los pollos ha volado!


-Es vedad- suspiró Felisa fingiéndose triste. -¿Permitís que vuestra cocinera os dé un consejo? Oro día no vayáis ebusca de invitados y no desaparecerá la cena.



Y POR FÍN: Y COLORÍN COLORADO, ESTE CUENTO SE HA ACABADO.