A Felisa le ofendió aquello aún más que lo de la comida. Justina era una chica antipática y orgullosa.
-Si te casas con la Justina, llevarás unas camisas muy bien cosidas, pero comerás peor que mal. Así que, ¡tú verás lo que haces!
- Decidido - respondió Colás -. Me casaré con la Justina y vendré a comer a la posada.
- Comeras las sobras de todo el mundo - dijo Felisa.
Y dejando al mozo en la puerta, entró en la casa disponiéndose a matar a los pollitos y desplumarlos. Mientras lo hacía, continuaba hablando, todavía enfadada, con Colás, igual que si lo tuviera delante:
- Si te casas con la Justina poca comida has de gustar. ¡Ah! Y además, encontrarás agujas por todos lados y hasta hilvanes en las servilletas. De primer plato, sopa de vainica; de segundo, carne con punto de cruz y para postre, mermelada de encaje. Y eso un día y otro. Y otro también. ¡Ah! y aquí a la posada no has de venir más de una vez, porque yo sé de unas hierbas del campo que mezcladas con la comida dan un fuerte dolor de estómago. Conque.... ¡prepárate!
Hablando, hablando, había ido haciendo el trabajo y los pollitos estaban ya desplumados en la cocina, apunto de asar. Felisa comenzaba a sentir apetito, quizá porque habían transcurrido muchas horas desde la última comida que tomara, o quizá porque desplumar las aves le había dado mucho trabajo.
De uno de los armarios de la cocina, allí donde guardaba las nueces, las almendras, los higos secos y la fruta para el invierno, tomó una manzana que se puso a comer para calmar a su desesperado estómago.