El amo de la posada sentía ya gran curiosidad por comprobar si todas aquellas alabanzas respondían a la verdad y decidió probar la habilidad de Felisa a la hora de comer. Pero sucedió que la moza no decepcionó a ninguno de cuantos gustaron de su cocina y que al cabo de dos años seguía guisando en la posada y contentando a todos los huéspedes, sin excepción.
Sin embargo, tenía un pequeño defecto, en el cual su señor, que se pasaba debueno, no había reparado todavía y que era el de probar la comida antes que nadie.
Una noche de invierno en que la posada estaba vacía de viajeros a causa del hielo de los caminos, entró inesperadamente don Hildebrando acompañando a un caballero de su misma edad, bien arrebujado en su capa de gruesa lana y con sombrero de fieltro oscuro.
- Felisa - dijo el señor acercándose a ella, que se hallaba arreglando la lumbre del hogar -. Tenemos hoy un invitado. Es un buen amigo mío y quieroquete luzcas en la comida.
- ¡Ah! Muy bien - respondió Felisa que en aquellos dos años había aprendido a hablar finamente -. ¿Qué haré para obsequiarle?
- Puedes guisar un par de pollitos - dijo don Hildebrando -. Ya sabes... que estén doraditos y en su punto. ¡Ah, y con mucho jugo!