El oficio de no pensar
Mohamed Munir, que aprendió a fabricar pañuelos en Mazar-i-Sharif, trabaja en la tienda de su tío. No tiene siquiera tiempo para ponerse triste
RAMÓN LOBO | Kabul 15/11/2009 El pais.com
Existe un triángulo entre Afganistán, Pakistán y Cachemira del que los medios de comunicación escribimos y hablamos mucho. La imagen que proyecta tanta información es la de unos territorios habitados por gentes que dedican una parte considerable de su tiempo a hacerse la guerra en nombre de dios o del diablo. Pero como en todo, detrás de lo llamativo a menudo está lo esencial, lo cotidiano: gente feliz que hace el amor, ríe y llora, cultiva campos, pastorea animales y fabrica y vende pasminas y pañuelos de seda maravillosos. No es una felicidad como la nuestra, edificada sobre un muro defensivo, o una alambrada, con tres comidas diarias, ducha caliente, agua potable, programas basura y el maldito sobrepeso. No; la de ellos es diferente porque su vida es otra: deslomarse de sol a sol sin pensar, que hacerlo en exceso conduce al fanatismo.
Afganistán
A FONDO
Capital:
Kabul.
Gobierno:
Administración interina (22-01-2001).
Población:
32,738,376 (est. 2008)
Mohamed Munir es afgano y no tiene siquiera tiempo para ponerse triste, que la melancolía es cosa de primermundistas. Sentado ante el telar mueve los pies y las manos como un pianista, pero no salen notas, sólo se mezclan los colores. Aprendió a fabricar pañuelos en Mazar-i-Sharif, al norte. Allí huyó con su familia tras la llegada de los talibán. Cumplió los 18 años hace poco y lleva siete fabricando pañuelos excelsos que después su tío Farid coloca en la zona noble de la tienda, a la que lleva los escasos turistas como si los condujera a un templo secreto de la belleza. A falta de viajes organizados y vuelos low cost, el complejo papel de turistas lo representan en Afganistán los reporteros, diplomáticos y funcionarios de la ONU.
Farid, que del arte de regatear sabe más que de hilos, saca bastantes dólares por cada pañuelo fabricado por Munir y muchos más por las pasminas y cachemiras traídas del reino de los talibanes y la guerra. A mayor peligro en el transporte, más cara la mercancía; a más precio, mayor el capricho del comprador.
En el piso donde Munir fabrica jugando con los pies y las manos una media de un pañuelo y medio al día trabaja también su sobrino Abdul Majid, de 14 años. Es el encargado de preparar los tambores con los hilos tintados. Sentado en un cojín, Majid ríe cada pregunta pues entiende inglés. Va a la escuela como todos los niños afganos que aseguran ir a la escuela pese a estar trabajando como stajanovistas en horario de aprender. Ahora tiene excusa: cerraron los colegios y universidades por miedo a la gripe A y a las manifestaciones contra el fraude.
En la tienda no hay descansos. Se trabaja siete días a la semana, de siete de la mañana a nueve de la noche. No existen los días libres, ni las vacaciones ni los diez minutos del bocadillo, todas esas ventajas que se logran cuando el progreso transforma la explotación en un trabajo remunerado y con ciertos derechos. Cuando Munir termina no ve la televisión, apenas sale con los amigos. Sólo tiene ganas de dormir. Es la ventaja de tanto trabajo: no hay tiempo para gastar.
Munir y Majid no reciben un sueldo. Su tío, a cambio del deslome, les ofrece techo, comida y seguridad. "Cuando necesita dinero me lo pide y se lo doy", dice Farid. En Afganistán, donde nunca hubo Estado, la sociedad se basa en la familia, en el clan y en la tribu. El voto siempre es tribal y se destina a quien el jefe de la comunidad decide. En la tienda de Farid él es el jefe y responsable de su gente.
Majid observa y ríe; sabe que entender inglés le otorga una gran ventaja. A falta de tiempos mejores, de un futuro que no llega, le sirve al menos para saber de qué diablos hablan los turistas entre ellos cuando regatean e informar a su tío de cómo están el ánimo y los bolsillos ese día. Es la máxima de los militares extranjeros: para ganar una guerra hay que tener buena información. Y en las cosas del sobrevivir también sirven las grandes máximas, que veinte dólares arriba, veinte dólares abajo dan o quitan de comer a mucha gente.