martes, 20 de enero de 2009

El Gato Negro V

Una noche, mientras estaba sentado, medio borracho, en una más que infame taberna, de pronto me llamó la atención un objeto negro que yacía sobre la tapa de uno de los enormes toneles de ginebra o de ron, que constituían el principal mobiliario del lugar. Durante algunos minutos yo había estado mirando fijamente la parte superior de ese tonel, y lo que me sorprendió entonces fue el hecho de no haber visto antes el objeto que se hallaba encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como Pluto y con un gran parecido a él en todos los aspectos, salvo en uno. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el cuerpo, pero este gato mostraba una mancha blanca, grande aunque indefinida, que le cubría casi todo el pecho.

Cuando lo toqué, se levantó enseguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Este era, pues, el animal que andaba buscando. Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero esa persona me dijo que no era dueño, que no sabía nada del gato, y que nunca antes lo había visto.

Seguí acariciando el gato y, cuando me levanté para marcharme a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, y a ratos me inclinaba y lo acariciaba mientras venía a mi lado. Cuando estuvo en casa se acostumbró enseguida y pronto llegó a ser el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, enseguida descubrí que surgía de mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo había esperado, pero sin que sepa cómo ni porqué ocurría, su evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; una cierta vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me prohibían abusar de él físicamente. Durante algunas semanas no le pegué ni lo maltraté con violencia; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si escapara de la emanación de la peste.

Lo que, sin duda, aumentaba mi odio hacia el animal fue el descubrimiento, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, de que aquel gato, igual que Pluto, había perdido uno de sus ojos. Sin embargo, precisamente esta circunstancia lo hizo más querido de mi mujer, quien, como ya he dicho, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez habían sido el rasgo distintivo de mi temperamento y la fuente de muchos de mis más simples y puros placeres.

Con mi aversión hacia el gato, su cariño por mí parecía a la vez aumentar. Seguía mis pasos con una pertinacia que me sería difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba a pasear, se metía entre mis pies, y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esta forma trepaba hasta mi pecho. En aquellos momentos, aunque ansiaba destruirlo de un golpe, me sentía, no obstante, refrenado; en parte por la memoria de mi crimen anterior, pero principalmente -déjenme confesarlo ya- por un terrible temor al animal.