Al terminar la cena se despejó el mantel, se barrió la zona de la chimenea y se recompuso el fuego. Se probó la mezcla de la jarra y se consideró perfecta, se trajeron a la mesa manzanas y naranjas y se metió al fuego una paletada de castañas. Luego toda la familia Cratchit se agrupó en tomo a la chimenea, en lo que Bob Cratchit llamaba «círculo» queriendo indicar medio círculo; y al lado de Bob Cratchit se desplegaba la cristalería de la familia: dos vasos y un recipiente para natillas, sin mango, que sirvieron para el líquido caliente de la jarra tan bien como si hubieran sido copas de oro. Bob lo escanció con expresión radiante, mientras las cas tañas en el fuego chascaban y se resquebrajaban ruidosamente. Luego Bob brindó:
«Felices Pascuas a todos nosotros, queridos. ¡Que Dios nos bendiga!
Toda la familia lo repitió.
«¡Dios bendiga a cada uno de nosotros! », dijo Tiny Tim en último lugar. Estaba sentado muy cerca de su padre, en su pequeño escabel. Bob sostenía en su mano la manita marchita del niño, como si le amase, como si quisiera tenerle muy cerca de sí y temiera que se lo arrebatasen.
«Espíritu», dijo Scrooge con un interés que nunca antes había sentido, «dime si Tiny Tim vivirá».
«Veo un sitio vacante», contestó el fantasma, «en ese pobre rincón de la chimenea, y una muleta sin dueño amorosamente conservada. Si esas sombras permanecen sin cambios en el futuro, el niño morirá».
«No, no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíritu! Dime que se salvará».
«Si esas sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi especie», replicó el fantasma, «le encontrara aquí. ¿Y qué más da? Si se tiene que morir, lo mejor es que así lo haga y disminuya el exceso de población».
Scrooge hundió su cabeza al oír al espíritu citar sus propias palabras, y se sintió abrumado por el arrepentimiento y la pena.
«Hombre», dijo el fantasma, «si tienes corazón humano, no de piedra dura, olvida esa malvada jerga hasta que hayas descubierto qué es el exceso y dónde está el exceso. ¿Quién eres tú para decidir qué hombres deben morir y qué hombres deben vivir? Es posible que a los ojos del cielo tú seas menos valioso y menos merecedor de vivir que millones, como el hijo de ese pobre hombre. ¡Oh Dios! , ¡tener que escuchar al insecto en la hoja disertando sobre lo demasiado que viven sus hambrientos hermanos en el suelo!»
Scrooge se encogió ante la reprobación del fantasma y, tembloroso, hincó la mirada en el suelo, pero la levantó rápidamente al escuchar su nombre.
«¡El señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el señor Scrooge, Fundador de la Fiesta.
«¡El Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamó la señora Cratchit enrojeciendo. «Me gustaría tenerle aquí.
Para festejarlo le diría cuatro cosas y espero que tenga buenas tragaderas».
«Querida mía», dijo Bob; «los niños: es Navidad».
«Tiene que ser Navidad, estoy segura, dijo ella, «para beber a la salud de un hombre tan odioso, tacaño, duro a insensible como el señor Scrooge. ¡Sabes que es cierto, Robert! ¡Nadie lo sabe mejor que tú, pobre mío!
«Querida, es Navidad», fue la tranquila respuesta de Bob.
«Bebo a su salud porque tú me lo pides y por el día que es», dijo la señora Cratchit, «no por él. ¡Por muchos años! ¡Alegre Navidad y feliz Año Nuevo! El va a sentirse muy alegre y muy feliz, ¡no me cabe la menor duda!»
Los niños bebieron detrás de ella. Era la primera de sus acciones que no tenía sinceridad. Tiny Tim bebió el último, pero le importaba un comino. Scrooge era el ogro de la familia. La sola mención de su nombre arrojó sobre la reunión una negra sombra que no se disipó hasta cinco minutos más tarde. Pasada la sombra, estaban diez veces más contentos que antes por el mero alivio de haber acabado con el Malvado Scrooge. Bob Cratchit les habló de la situación que tenía en perspectiva para el señorito Peter, que, si se conseguía, supondría unos ingresos semanales de cinco chelines y medio. Los dos jóvenes Cratchit se desternillaban de risa ante la idea de Peter convertido en hombre de negocios; el propio Peter miraba pensativamente al fuego entre sus cuellos como si meditara sobre las especiales inversiones que debería decidir cuando entrase en posesión de un ingreso tan apabullante. Martha, que era una pobre aprendiza en un taller de sombrerera, les contó la clase de trabajo que tenía que realizar, las muchas horas seguidas que debía trabajar y cómo estaba deseando tomarse un largo descanso en cama a la mañana siguiente, pues el día siguiente era festivo y lo pasaba en casa. También les contó que había visto a una condesa y a un lord unos días antes, y que el lord «era de alto como Peter», ante lo cual Peter se subió los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza. Todo este rato, las castañas y la jarra hacían ronda, y después escucharon una canción sobre un niño perdido en la nieve; la cantaba Tiny Tim con una vocecita quejumbrosa, y la cantó realmente muy bien.
No había nada de alta categoría en lo que hacían. No eran una familia distinguida; no iban bien vestidos; sus zapatos estaban lejos de ser impermeables; sus ropas eran escasas, y Peter podría haber conocido, y es muy probable que así fuera, el interior de una casa de empeños. Pero estaban felices, agradecidos y satisfechos unos de otros, y contentos con el presente. Cuando empezaron a perderse de vista, todavía parecían más felices, con el brillante chisporroteo de la antorcha del espíritu que se marchaba, y hasta el último instante Scrooge no apartó de ellos sus ojos, sobre todo de Tiny Tim. En aquellos momentos comenzaba a oscurecer y nevaba intensamente. Scrooge y el espíritu se fueron por las calles; era maravilloso el resplandor de los fuegos rugientes en las cocinas, salones y toda clase de habitaciones. Aquí, el revoloteo de las llamas dejaba ver los preparativos para una agradable cena, con platos calentándose junto a la lumbre y cortinas de color rojo oscuro a punto de ser corridas para aislar del frío y la oscuridad. Allá, todos los niños de la casa salían corriendo en la nieve para recibir a sus hermanas casadas, hermanos, primos, tíos, tías... , y ser el primero en felicitarles. Aquí se reflejaban en las celosías las sombras de los invitados reuniéndose, y allá un grupo de chicas guapas, todas con capucha y botas de piel y parloteando a la vez, se dirigían a paso rápido hacia la casa de algún vecino donde, ¡ay del soltero que las viera entrar arreboladas -bien lo sabían ellas, astutas hechiceras! Pero a juzgar por el número de personas que se encaminaban a reuniones amistosas, cualquiera diría que en las casas no habría nadie para dar la bienvenida; sin embargo, en todas se esperaba compañía y se avivaban las lumbres hasta la altura de media chimenea. ¡Cómo exultaba el fantasma! ¡Cómo henchía su desnudo pecho la respiración! ¡Cómo abría la palma de su mano libre y regaba a chorros generosos todo lo que quedaba a su alcance con inofensivo regocijo! El mismo farolero, que corría antes de puntear con motas de luz la calle lúgubre, iba arreglado para pasar la noche en alguna parte y, sin más compañía que la Navidad, se rió sonoramente cuando pasó el espíritu.
Y ahora, sin una sola palabra de advertencia del fantasma, se detuvieron en un hostil y desierto páramo, con monstruosas masas pétreas diseminadas como si fuera un cementerio de gigantes. El agua corría por todas panes -al menos así lo habría hecho si la helada no tuviera prisionera-, y sólo crecían musgos, tojos y densas matas de burda hierba. Hacia el Oeste, el sol poniente había dejado una banda de rojo ardiente que iluminó la desolación durante unos instantes, como un ojo rencoroso, y se fue cerrando, cerrando cada vez más, hasta perderse en las espesas tinieblas de la noche más negra.
«¿Qué sitio es éste?», preguntó Scrooge.
«Un lugar donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra», contestó el espíritu. «Pero me conocen. ¡Mira!»
Se encendió una luz en una cabaña y ellos se aproximaron rápidamente. Atravesaron la pared de piedra y barro y encontraron una animada reunión en torno a una cálida lumbre. Un hombre muy viejo y una mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación posterior, todos engalanados con sus ropas de fiesta. El viejo, con una voz que apenas sobrepasaba el ulular del viento en la yerma extensión, les cantaba un villancico que ya era muy antiguo cuando él había sido niño, y de vez en cuando todos le acompañaban a coro. Cuando los demás unían sus voces, la del viejo se volvía más alegre y potente, y cuando se callaban, él bajaba el tono.
El espíritu no se demoró allí; indicó a Scrooge que se sujetase al manto y, pasando sobre el páramo, se dirigió rápidamente... ¿adónde? ¡No al mar? Sí, al mar. Para espanto de Scrooge, al mirar hacia atrás vio al final de la tierra firme una temible alineación de rocas; sus oídos quedaron ensordecidos por el retumbar del agua que se desmoronaba rugiendo y se estrellaba con furia contra las siniestras cavernas que había ido socavando, y con fiereza intentaba perforar la tierra. A una legua aproximadamente de la costa se alzaba un faro solitario construido sobre un siniestro arrecife de hundidas rocas, azotadas y arañadas por el oleaje. En la base colgaban grandes aglomeraciones de algas y las aves marinas -se diría que nacían del viento, como las algas del agua- se elevaban y caían a su alrededor como las olas que peinaban.
Pero incluso aquí los dos hombres que atendían las señales habían encendido una lumbre que, a través del portillo abierto en los gruesos muros de piedra, arrojaba un rayo de luz sobre el mar tenebroso. Estrechando sus encallecidas manos por encima de la mesa basta donde estaban sentados, se desearon una Feliz Navidad con sus jarras de grog. Uno de ellos, el más viejo, con un rostro marcado por la inclemencia del tiempo como el mascarón de proa de un viejo navío, entonó una canción tan vigorosa como una tempestad. Una vez más, el fantasma se fue apresuradamente sobre el negro y agitado mar lejos, muy lejos; tan lejos de cual quier costa, como le dijo a Scrooge, que descendieron sobre un barco. Permanecieron al lado del timonel, del vigía de proa, de los oficiales de guardia, fantasmales y oscuras sombras en sus puestos, pero todos ellos tarareaban música navideña o tenían el pensamiento puesto en la Navidad, o hablaban a sus compañeros de alguna Navidad pasada con añoranza del hogar. Y todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo, había tenido una palabra más amable para los demás en ese día que en cualquier otro día del año; y había compartido en alguna medida el festejo; y había recordado a los seres queridos, y había sabido que ellos se acordaban de él. Mientras escuchaba el aullido del viento y pensaba qué cosa tan grande es moverse a través de solitarias tinieblas sobre un abismo desconocido, cuyos secretos son tan profundos como la muerte, para Scrooge constituyó una gran sorpresa oír una sonora carcajada. Y la sorpresa todavía fue mayor cuando reconoció que la había proferido su propio sobrino, y se encontró en una estancia cálida y resplandeciente, con el espíritu sonriendo a su lado y mirando al sobrino con aprobadora afabilidad.