sábado, 3 de enero de 2009

Cuento de Navidad IX

TERCERA ESTROFA
EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPIRITUS

Cuando se despertó en medio de un prodigioso ronquido y se sentó en la cama para aclarar sus ideas, nadie podía haber avisado a Scrooge de que estaba a punto de dar la una. Supo que había recobrado la conciencia justo a tiempo para mantener una entrevista con el segundo mensajero, que se le enviaba por mediación de Jacob Marley. Pero sintió un frío desagradable cuando empezó a preguntarse qué cortina descorrería el nuevo espectro; por eso las recogió todas él mismo, se tumbó de nuevo y dirigió una cortante ojeada en torno a su cama. Quería plantar cara al espíritu cuando apareciera y no deseaba que le cogiera desprevenido porque se pondría nervioso.

Los caballeros del tipo poco ceremonioso, que se jactan de conocer bien la aguja de marear a cualquier hora del día o de la noche, expresan su amplia capacidad para la aventura diciendo que son buenos para cualquier cosa, desde jugar a «cara o cruz» hasta cometer un asesinato; entre estas dos actividades extremas, qué duda cabe, hay toda una amplia gama. Sin atreverme a decir otro tanto de Scrooge, no es equivocado pensar que estaba preparado para recibir una gran variedad de extrañas apariciones y que nada, desde un bebé hasta un rinoceronte, le habría cogido muy de sorpresa.

Ahora bien, al estar preparado para casi todo, en modo alguno estaba preparado para nada. Por consiguiente, cuando la campana dio la una y no apareció ninguna forma, Scrooge fue presa de violentos temblores. Cinco minutos, diez, un cuarto de hora, una hora... y nada. Todo ese tiempo permaneció tendido encima de la cama, que se había convertido en origen y centro del resplandor de luz rojiza que había fluido sobre ella cuando el reloj proclamó la hora; al no ser más que luz resultaba más alarmante que una docena de fantasmas porque él era incapaz de adivinar su significación y su propósito. En algunos momentos, Scrooge temió hallarse en el momento culminante de un interesante caso de combustión espontánea, sin tener el consuelo de saberlo. Sin embargo, al final acabó pensando -como usted o yo hubiéramos pensado desde el principio, pues la persona que no está metida en el problema es quien mejor sabe lo que se debe hacer-, al final, como decía, acabó pensando que tal vez encontraría la fuente y el secreto de esta luz fantasmal en la habitación de al lado, donde parecía resplandecer. Cuando esta idea acaparó toda su mente, se levantó sin ruido y se deslizó en sus zapatillas hasta la puerta. En el momento de asir la manilla de la puerta, una voz le llamó por su nombre y le ordenó entrar. Scrooge obedeció.

Era su propio salón, sin duda alguna, pero había sufrido una transformación sorprendente. El techo y las paredes estaban tan cubiertos de vegetación que parecía un bosquecillo donde brillaban por todos lados bayas chispeantes. Las frescas y tersas hojas de acebo, muérdago y yedra reflejaban la luz como si se hubiesen esparcido allí y allá numerosos espejitos, y en la chimenea rugían tales llamaradas como nunca había conocido aquel triste hogar petrificado en vida de Scrooge, de Marley, ni en muchos, muchísimos inviernos atrás. En el suelo, amontonados en forma de trono, había pavos, ocas, caza, pollería, adobo, grandes pechiles, lechones, largas ristras de salchichas, pastelillos de carne, tartas de ciruela, cajas de ostras, castañas de color rojo intenso, manzanas de rojo encendido, naranjas jugosas, deliciosas peras, inmensos pasteles de Reyes y burbujeantes bolees de ponche que empañaban la estancia con sus efluvios deliciosos. Cómodamente instalado sobre todo ello, estaba sentado un Gigante festivo, de esplendoroso aspecto, que sostenía una antorcha encendida, parecida a un cuerno de la Abundancia; la sostenía muy alta para que la luz cayera sobre Scrooge cuando cruzó la puerta y miró de hito en hito.

«¡Entra!», exclamó el fantasma. «¡Entra y me reconocerás mejor!»

Scrooge avanzó tímidamente a inclinó la cabeza ante el espíritu. Ya no era el obstinado Scrooge de antes, y aunque los ojos del espíritu eran francos y amables, no le gustó encontrarse con aquella mirada.

«Soy el fantasma de la Navidad del Presente», dijo el espíritu. «¡Mírame!»

Scrooge lo hizo reverentemente. Estaba vestido con una simple túnica, o manto, de color verde oscuro, ribeteado con piel blanca. Esta prenda le quedaba muy holgada, dejando al descubierto su ancho pecho como si desdeñara protegerse u ocultarse con cualquier artificio. Sus pies, visibles bajo los amplios pliegues del manto, también estaban desnudos, y en la cabeza no llevaba más cobertura que una guirnalda de acebo salpicada de brillantes carámbanos. Sus bucles, de color castaño oscuro, eran largos y caían libremente, libres como su rostro cordial; su chispeante mirada, su mano generosa, su animada voz, sus ademanes espontáneos y su aire festivo. Ceñía su cintura una antigua vaina, pero sin espada, y la antigua funda estaba herrumbrosa.

«¡Nunca habías visto nada como yo!», exclamó el espíritu.
«Jamás», logró responder Scrooge.
«¿Nunca has salido con los miembros más jóvenes de mi familia; quiero decir -porque yo soy muy joven- mis hermanos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el fantasma. manos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el fantasma.
«Creo que no», dijo Scrooge. «Me temo que no. ¿Tienes muchos hermanos, espíritu?»
«Más de mil ochocientos», dijo el fantasma.
«¡Familia tremenda de mantener! », murmuró Scrooge.
El fantasma de la Navidad del Presente se levantó.
«Espíritu», dijo Scrooge sumisamente, «condúceme a donde desees. Anoche me llevaron a la fuerza y aprendí una lección que ahora estoy aprovechando. Este noche, si tienes algo que enseñarme, lo aprenderé con provecho».
«¡Toca mi manto!»

Scrooge hizo lo que se le indicó con mano firme. Acebo, muérdago, bayas rojas, yedra, pavos, ocas, caza, pollos, adobo, ternera, lechones, salchichas, ostras, pastelillos, tartas; fruta y ponche desaparecieron instantáneamente. También desapareció la habitación, el fuego, el rojizo resplandor, la hora de la noche, y ellos estaban en las calles de la ciudad en la mañana del día de Navidad. El tiempo era crudo y la gente hacía una especie de música chocante, pero viva y nada desagradable, al quitar la nieve de la acera de sus casas y de los tejados; para los chicos era una delicia total ver cómo caía la nieve explotando en la calle y salpicando con pequeños aludes artificiales. En contraste con la blanca y lisa capa de nieve de los tejados y con la nieve más sucia del suelo, las fachadas de las casas parecían negras y las ventanas todavía más negras. En la calle, las pesadas ruedas de coches y carros habían arado con profundas rodadas la última nieve caída, y esos surcos se cruzaban y entrecruzaban cientos de veces en las intersecciones de las grandes arterias y formaban intrincados canales, difíciles de rastrear, en el espeso lodo amarillo y agua helada. El cielo estaba oscuro y las calles más cortas taponadas por una neblina negruzca, medio derretida, medio helada, cuyas partículas más pesadas caían cual ducha de átomos de hollín; parecía que todas las chimeneas de Gran Bretaña se habían puesto de acuerdo para encenderse a la vez y estuviesen disparando a discreción para satisfacción de sus queridos fogones. En el clima de la ciudad no había nada alegre; no obstante, flotaba en el aire un júbilo muy superior al que podría producir el sol más brillante y el aire más límpido del verano.

La gente que paleaba la nieve en los tejados estaba llena de jovialidad y cordialidad; se llamaban unos a otros desde los parapetos y, de vez en cuando, intercambiaban bolazos de nieve -proyectil bastante más inofensivo que muchos comentarios jocosos-, riendo con todas las ganas si daba en el blanco y con no menos ganas si fallaba. Las tiendas de los polleros todavía estaban medio abiertas y las de los fruteros irradiaban sus glorias. Allí había grandes cestos de castañas redondos, panzudos como viejos y alegres caballeros, recostados en las puertas y desbordando hacia la calle en su apoplética opulencia. Había rojizas cebollas de España, de rostro moreno y amplio contorno, de gordura reluciente como frailes españoles que, desde los estantes, guiñaban el ojo con irresponsable malicia a las chicas que pasaban y luego elevaban la mirada serena al muérdago colgado. Había peras y manzanas, apiladas en espléndidas pirámides. Había racimos de uvas colgando de ganchos conspicuos por la buena intención de los tenderos, para que a la gente se le hiciera la boca agua, gratis, al pasar; también había pilas de avellanas, marrones, aterciopeladas, con una fragancia que evocaba los paseos por los bosques y el agradable caminar hundido hasta los tobillos entre las hojas secas; había manzanas de Norfolk, regordetas y atezadas, resaltando entre el amarillo de naranjas y limones y, con la gran densidad de sus cuerpos jugosos, pidiendo a gritos que se las llevasen a casa en bolsas de papel para comerlas después de la cena. Hasta los peces dorados y plateados, desde una pecera expuesta entre los exquisitos frutos, y a pesar de pertenecer a una especie sosa y aburrida, parecían saber que algo estaba sucediendo y daban vueltas y más vueltas en su pequeño mundo con la excitación lenta y desapasionada propia de los peces. ¡Y en las tiendas de ultramarinos! ¡Ah, los ultramarinos! A punto de cerrar, con uno o dos cierres ya echados, pero ¡qué visiones por los huecos! Los platillos de las balanzas golpeaban el mostrador con alegre sonido; el rollo de bramante desaparecía con rapidez; los enlatados tableteaban arriba y abajo como en manos de un malabarista; los mezclados aro mas del té y el café eran una delicia para el olfato; estaba lleno de pasas extrañas, almendras blanquísimas, largos y derechos palos de canela y otras especias delicadas, y los frutos confitados, bien cocidos y escarchados con azúcar, hacían sentir desvanecimientos, y después una sensación biliosa, incluso a los espectadores más fríos. Los higos estaban húmedos y pulposos, las ciruelas francesas se ruborizaban con modesta acrimonia desde sus cajas tan ornamentadas. Todos los comestibles eran magníficos y bien presentados para la Navidad. Pero eso no era todo. Los clientes estaban tan apresurados y agitados con la esperanzadora promesa del día que tropezaban unos con otros en la puerta, entrechocaban sus cestos, olvidaban la compra en el mostrador y volvían corriendo a recogerla, cometiendo cientos de equivocaciones de esa clase con el mejor humor. El especiero y sus dependientes eran tan campechanos y bien dispuestos que los pulidos co razones con que ataban sus mandilones por detrás podrían haber sido sus propios corazones, llevados por fuera para inspección general y para ser picoteados por cuervos navideños si así lo prefiriesen.