jueves, 8 de enero de 2009

Cuento de Navidad XII

«¿Ja, ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja, ja!»
Si por una improbable casualidad el lector conociera a un hombre con una risa más feliz que la del sobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es que también a mí me gusta ría conocerle. Preséntemelo y yo cultivaré su amistad. Es una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así como hay contagio en la enfermedad y las penas, nada en el mundo resulta más contagioso que la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se reía sujetándose los costados, girando la cabeza y arrugando el rostro con las más extravagantes contorsiones, la sobrina de Scrooge -por matrimonio- reía con tantas ganas como él. Y el grupo de sus amigos no se quedaba atrás y todos se desternillaban
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«¿Ja, ja! ¿Ja, ja, ja, ja!» «¡Dijo que las Navidades eran tonterías, os lo juro!», exclamó el sobrino de Scrooge. «¡Y además se lo creía!»
«Más vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indignada la sobrina de Scrooge. Esas benditas mujeres nunca hacen nada a medias. Se lo toman todo muy en serio. Era muy atractiva, sumamente atractiva. Tenía un rostro encantador, con hoyuelos en las mejillas y expresión de sorpresa; una boquita roja y suave que parecía estar hecha para ser besada -lo era, sin duda-; todo tipo de pequitas junto a su barbilla, que se mezclaban unas con otras al reírse; y el par de ojos más luminoso que se haya visto. Al mismo tiempo, era del tipo que se podría describir como provocativa, ya me entienden, pero de una manera adecuada. ¡Ah, sí, perfectamente adecuada!

«Es un viejo tipo cómico», dijo el sobrino de Scrooge, «es la verdad; y no tan agradable como podría ser. Sin embargo, en su pecado lleva la propia penitencia, y no quiero decir nada contra él».
«Estoy segura de que es muy rico, Fred», apuntó la sobrina. «Al menos eso es lo que siempre me has dicho».
«¡Y eso que importa, querida!», dijo el sobrino. «La riqueza no le sirve de nada. No hace con ella nada bueno. No la utiliza para su bienestar. Ni siquiera tiene la satisfacción de pensar. Ja, ja, ja, que algún día nosotros la disfrutaremos».
«Acaba con mi paciencia», observó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina y todas las demás señoras expresaron igual opinión.
«Yo sí tengo paciencia», dijo el sobrino. «Me da lástima; no puedo enfadarme con él. El que sufre por sus manías es siempre él mismo. Le da por rechazarnos y no querer venir a cenar con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? No tiene mucho que perder con una cena. »
«Yo pienso que se pierde una cena muy buena», interrumpió la sobrina. Todos asistieron, y eran jueces competentes puesto que acababan de cenar y, con el postre sobre la mesa, estaban apiñados junto al fuego, a la luz de la lámpara.
«¡Bueno! Me alegra mucho escucharos», dijo el sobrino de Scrooge, «porque no tengo mucha fe en estas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Topper? »
Estaba claro que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la sobrina, pues respondió que un soltero no era más que un pobre proscrito sin derecho a expresar una opinión sobre la materia. Ante lo cual la hermana de la sobrina -la rellenita con la pañoleta de encaje, no la de las rosas - se ruborizó.
«Vamos, Fred, continúa», dijo la sobrina de Scrooge palmoteando. «¡Nunca termina lo que empieza a contar! ¡Qué hombre más absurdo!»
Al sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risa y como era imposible evitar el contagio, aunque la hermana rellenita lo intentó de veras con vinagre aromático, su ejemplo fue seguido por unanimidad.
«Iba a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «que la consecuencia de su displicencia hacia nosotros, y el no querer celebrar nada con nosotros es, pienso yo, que se pierde buenos ratos que no le harían ningún daño. Estoy seguro de que se pierde compañías más agradables que las que pueda encontrar en sus pensamientos, metido en esa oficina enmohecida o en su polvorienta vivienda. Todos los años quiero darle la oportunidad, tanto se le gusta como si no, porque me da lástima. Puede que reniegue de la Navidad hasta que se muera, pero siempre tendrá mejor opinión si ve que voy de buen humor, año tras años, para decirle ¿cómo estás, tío Scrooge? Aunque sólo sirviera para que se acordara de dejarle cincuenta libras a ese pobre escribiente suyo, ya habría merecido la pena; y pienso que ayer le conmoví. Ahora les tocaba reírse a los demás con la mención de haber conmovido a Scrooge. Pero el sobrino tenía muy buen carácter, no le importaba que se rieran -se iban a reír de cualquier modo- y les fomentó la diversión pasando la botella alegremente.

Tras el té, disfrutaron con un poco de música. Era una familia aficionada a la música, y puedo asegurar que sabían lo que se traían entre manos cuando cantaban un solo, o a varias voces; sobre todo Topper, que podia gruñir como un auténtico bajo sin que se le hincharan las venas de la frente ni ponerse colorado. La sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa y, entre otras piezas, tocó una ligera tonada (insignificante, cualquiera podría aprender a silbarla en dos minutos) que había sido muy familiar para la niña que había recogido a Scrooge en el internado, como le había hecho recordar el Fantasma de la Navidad del Pasado. Al sonar esa musiquilla, le volvieron a la mente todas las cosas que le había mostrado el fantasma; se fue enterneciendo cada vez más, y pienso que si años atrás hubiera escuchado esa música a menudo, tal vez habría cultivado con sus propias manos las cosas buenas de la vida para su propia felicidad, sin recurrir a la pala de enterrador que sepultó a Jacob Marley. No se dedicaron a la música toda la velada. Después de un rato jugaron a las prendas. Es buena cosa volverse niños algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando se hizo Niño el Fundador todopoderoso. ¡Un momento! Anteriormente hubo un juego a la gallina ciega. Por supuesto que lo hubo. Y yo no me creo que Topper estuviese realmente a ciegas ni que tuviera ojos en las botas. Mi opinión es que todo lo habían tramado él y el sobrino de Scrooge, y el Fantasma de la Navidad del Presente lo sabía. Su manera de perseguir a aquella hermana rellenita, de la toca de encaje, era un ultraje a la credulidad del género humano. Daba topetazos a los hierros de la chimenea, derribaba sillas, se estrellaba contra el piano, se asfixiaba entre los cortinajes, pero a donde iba ella, él iba detrás. Siempre sabía dónde estaba la hermana rellenita. No quería agarrar a nadie más. Si alguien tropezaba contra él, como algunos hicieron, y se quedaba quieto, fingía que fallaba al procurar atraparle, de manera afrentosa para el humano entendimiento, y acto seguido se deslizaba en dirección a la hermana rellenita. Ella gritó varias veces que era trampa, y con razón. Pero cuando al fin la atrapó, cuando pese a los sedosos rozamientos y rápidas ondulaciones de ella logró arrinconarla en una esquina sin escapatoria, entonces su conducta fue de lo más execrable. Simulaba no saber que era ella; simulaba que era necesario tocar su peinado, y para cerciorarse bien de su identidad tanteó una determinada sortija en sus dedos y una determinada cadena en su cuello; ¡fue vil, monstruoso! Sin duda ella le hizo saber su opinión cuando otro hacía de gallina ciega y ellos estaban juntos, muy confidenciales, detrás de los cortinajes.

La sobrina de Scrooge no estaba jugando, sino sentada cómodamente en un gran butacón, con los pies sobre un escabel, en un atopadizo rincón, y el fantasma y Scrooge estaban detrás de ella. Pero se incorporó al juego de prendas y obtuvo resultados admirables con todas las letras del alfabeto. También lo hizo muy bien en el juego «Cómo, cuándo y dónde», y para secreto regocijo del sobrino de Scrooge, sacó mucha ventaja a sus hermanas, que también eran chicas sagaces, como Topper podría confirmar. Allí habría unas veinte personas, jóvenes y viejos, pero todos estaban jugando, y también jugaba Scrooge; olvidando por completo los motivos por los que estaba allí y que los demás no podía oírle, algunas veces daba las respuestas en voz alta y casi siempre acertaba, pues la aguja más aguda, la mejor Whitechapel, y con el ojo bien abierto, no superaba en agudeza a Scrooge, aun que él se empeñaba en ser terco.

Al fantasma le agradó mucho verle con aquella actitud y le miró con tal benevolencia que Scrooge le suplicó como un niño que le permitiera quedarse hasta que los invitados se despidieran. El espíritu le dijo que no era posible.

«Van a empezar otro juego», dijo Scrooge. «¡Sólo media hora, espíritu; sólo media!»

Era el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino de Scrooge tenía que pensar en una cosa y los demás descubrir lo que era haciéndole preguntas que únicamente podía responder con un «sí» o un «no». Del continuo bombardeo de preguntas a que fue sometido se deducía que había pensado en un animal, un animal vivo, un animal bastante desagradable, un animal salvaje, un animal que a veces rugía y gruñía, y otras veces hablaba, y vivía en Londres, y andaba por la caIle, y no se le exhibía al público, y nadie le llevaba atado, y no vivía en un zoológico, y nunca le mataron en un merca do, y no era un caballo, asno, vaca, toro, tigre, perro, cerdo, gato no oso. Cada nueva pregunta provocaba en el sobrino un ataque de risa tan irrefrenable que le obligaba a levantarse del sofá y dar patadas al suelo. Finalmente, la hermana rellenita, que había caído en un ataque similar, exclamó:
«¡Ya lo tengo! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya sé lo que es!»
«¿Qué es?», gritó Fred.
«¡Es tu tío Scro-o-o-o-oge!»
Así era, ciertamente. Hubo un sentimiento general de admiración, aunque algunos objetaron que la respuesta a «¿Es un oso?» debió haber sido «Sí», puesto que la respuesta contraria era suficiente para desviar el pensamiento del señor Scrooge, suponiendo que alguna vez se les hubiera ocurrido pensar en él.
«Gracias a él hemos tenido un buen rato», dijo Fred, «y sería ingratitud no beber a su salud. Aquí tenemos preparadas copas de vino caliente y brindo por tío Scrooge».
«¡Bueno! ¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.
«¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea!», dijo el sobrino. «El no me lo aceptaría, pero da lo mismo. ¡Por tío Scrooge!
Tío Scrooge se había ido poniendo imperceptiblemente tan contento y animado que habría correspondido bebiendo a la salud de la inconsciente reunión, y les habría dado las gracias con palabras inaudibles si el fantasma le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena se esfumó con el hálito de las últimas palabras del sobrino, y él y el espíritu emprendieron nuevos viajes. Vieron mucho, fueron muy lejos, visitaron muchos hogares, pero siempre con un desenlace feliz. El espíritu permaneció junto al lecho de los enfermos y ellos se animaban; junto a los que estaban en tierra extraña y se sentían más cerca de la patria; junto a los hombres que luchaban, y les daba paciencia para alcanzar su mayor aspiración; junto a la pobreza y la convertía en riqueza. En hospicios, hospitales, cárceles, en todos los refugios de la miseria donde la pequeña y vana autoridad del hombre no había hecho cerrar las puertas para dejar al espíritu fuera, les dejó su bendición y a Scrooge el ejemplo.

Era una noche muy larga, si es que era solamente una noche, cosa que Scrooge dudaba puesto que las fiestas navideñas parecían haberse condensado en el período de tiempo que pasaron juntos. También era extraño que mientras la forma externa de Scrooge no se había alterado, el fantasma había envejecido, había envejecido a ojos vista. Scrooge observó el cambio pero no habló de ello hasta que salieron de un festejo infantil de víspera de Reyes y al mirar al espíritu cuando salieron al exterior observó que se le había encanecido el cabello.
«¿Es tan breve la vida de los espíritus?», preguntó.
«Mi vida en este globo es muy corta», respondió el fantasma. «Se termina esta noche».
«¡Esta noche!», exclamó Scrooge.
«A medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».

En aquel momento las campanas del reloj daban las doce menos cuarto.

«Perdóname si me equivoco», dijo Scrooge mirando con inquietud el manto del espíritu, «pero estoy viendo algo raro que te asoma por el ropaje. ¡Es un pie o una garra!»
«Por la carne que tiene encima, podría ser una garra», fue la respuesta, cargada de tristeza, del espíritu. «Mira esto».
De los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos, abyectos, temibles, espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus plantas y se colgaron del manto.
«¡Hombre! ¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», exclamó el fantasma.

Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, mugrientos, malencarados, lobunos, pero también prosternados en su humildad. Donde la gracia de la juventud debió haberles perfilado los rasgos y retocado con sus más frescas tintas, una mano marchita y seca, como la de la vejez, les había atormentado, retorcido y hecho trizas. Donde podrían haberse entronizado los ángeles, acechaban los demonios echando fuego por sus ojos amenazadores. Monstruos tan horribles y temibles como aquellos no se han dado en ningún cambio, degradación o perversión de la humanidad a lo largo de toda la historia de la maravillosa Creación. Aterrado, Scrooge se echó atrás. Intentó decir que eran unos niños agradables, pero su lengua se negó a pronunciar una mentira de tal magnitud.

«¿Son tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudo decir.
«Son del hombre», dijo el espíritu mirándolos. «Y se agarran a mí apelando contra sus progenitores. Este chico es la Ignorancia. Esta chica es la Necesidad. Guárdate de los dos y de todos los de su género, pero guárdate sobre todo de este chico porque en la frente lleva escrita la Condenación, a menos que se borre lo que lleva escrito. ¡Niégalo!», exclamó el espíritu señalando con la mano hacia la ciudad. «¡Difama a quienes te lo dicen! Admítelo para tus propósitos tendenciosos y empeóralo todavía más. ¡Y aguarda el final!»
«¿No tienen refugio ni salvación?», gimió Scrooge.
«¿No están las cárceles?», dijo el espíritu devolviéndole por última vez sus propias palabras. «¿No hay casas de misericordia?»
La campana dio las doce. Scrooge miró a su alrededor y ya no vio al fantasma. Al cesar la vibración de la última campanada recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, elevando la mirada, vio cómo se acercaba hacia él un fantasma solemne, envuelto en ropas y encapuchado, deslizándose como la niebla sobre el suelo.