jueves, 29 de octubre de 2009

Santuario de la Virgen de la Hoz del río Gallo

Entre escarpados galachos y verdes bosques de pinos, de una belleza indescriptible, se alzan dos monasterios de advocación mariana: Nuestra Señora de la Hoz y Nuestra Señora de Montesinos, en la comarca guadalajareña del Alto Tajo.


Sin duda, nos encontramos ante “uno de los santuarios de naturaleza más importantes de toda la provincia” en palabras de De Prada. “Pero cuando decimos santuario, no nos estamos refiriendo sólo a su geología, a su fauna o a su flora, sino que hablamos de santuario en todos los sentidos”, apunta.


A pocos kilómetros de Molina de Aragón, bajo estas bellas y gigantescas rocas, se encuentra el santuario de la Virgen de la Hoz, incrustado entre los peñascos y horadado por el río Gallo, afluente del Tajo. Sobre la originaria ermita de época medieval, se fue ampliando, construyendo, sucesivamente, una hospedería y el actual templo.



Para el naturalista Carlos de Prada, “la fe y el paisaje son dos cosas indistinguibles aquí. Porque lo sagrado se nos manifiesta en la naturaleza, y porque la naturaleza es sagrada”. Agrestes parajes de bella y sobrecogedora ensoñación natural.


Andrés Martínez, rector del Santuario de Nuestra Señora de la Hoz, explica que, en el contexto de la Reconquista, allá por 1129, el pastor de Ventosa fue buscando una oveja perdida y se encontró con la imagen de la Virgen María. Sobre ese mismo lugar se construirá el templo, armonizado con el ambiente rocoso, en dos estilos sabrosamente entremezclados: uno, de transición del románico al gótico; y otro, renacentista.


En las riberas del río Arandilla, “en el que confluyen pequeños regatos que se dejan resbalar por musgosas rocas”, se encuentra el humilde santuario de la Virgen de Montesinos. Este lugar, describe el presentador, “Obnubila, hipnotiza siempre, la contemplación, la audición, de su dulce y líquida canción”.


El santuario está cuidado por un anciano ermitaño, Francisco Checa, con quien Carlos de Prada pudo conversar animadamente sobre sus quehaceres cotidianos, alejados del mundanal ruido, en tan estrecha cercanía con Dios y su Madre. “La muy sabia, misteriosa, profunda, fecunda y divina naturaleza es el punto de apoyo y la base fundamental para la vida humana”, afirma, contundente, el entrañable ermitaño.


“¡Qué envidia me da Francisco por vivir aquí! Vivir de verdad. Porque siempre he creído que no vive, de verdad, quien no vive rodeado de vida en espacios libres. ¡Cuánta envidia me da su sencillez, su riqueza. Riqueza absoluta de aquel que, no teniendo casi nada, lo tiene, acaso, todo”, sentencia Carlos de Prada en la conclusión del capítulo.